La fugacidad de lo admirable

Florentino Alonso Piñón

Jueves, 30 de octubre 2025, 01:00

Cada otoño, cuando los Premios Princesa de Asturias iluminan Oviedo, España siente por unas horas lo que podría ser: un país que cree en la ... inteligencia, en la cultura y en la bondad. Esa ceremonia —tan sobria como universal— es un oasis en medio de una conversación pública deteriorada, donde la razón, cada día, se sustituye por el eslogan y la excelencia apenas encuentra espacio entre la consigna y la banalidad.

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Los premios nacieron con la vocación de distinguir lo mejor del ser humano: el conocimiento, la ciencia, la creación, la solidaridad. En más de cuarenta años han tejido un mapa moral del mundo que los sitúa entre los reconocimientos más respetados del planeta. No les falta excelencia, pero su repercusión se diluye demasiado pronto. Su valor es indiscutible; lo que escasea es la atención de una sociedad incapaz de valorar lo que realmente le conviene.

Vivimos un tiempo en el que lo admirable se consume como una noticia más: se aplaude un instante y se olvida al siguiente. El brillo dura lo que tarda el ruido en reclamar su espacio. Es la consecuencia de una conversación pública empobrecida, donde el espectáculo sustituye al pensamiento y la polarización ocupa el lugar de la curiosidad. Lo importante ya no es entender, sino hablar más alto que los demás.

La excelencia siempre ha sido escasa. Pero lo inquietante hoy no es su rareza, sino el desinterés con que la tratamos. Los medios, en lugar de proteger lo excepcional, lo miran con indiferencia. Se privilegia el ruido sobre el logro, la ocurrencia sobre la obra, el enfrentamiento sobre el mérito. El foco casi siempre apunta en la dirección equivocada: hacia lo que distrae, no hacia lo que enseña. Esa inversión de valores explica por qué lo admirable se desvanece tan pronto y la mediocridad se instala con tanta facilidad. Y nos impide hacer las preguntas adecuadas y, en consecuencia, obtener las respuestas necesarias.

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Por eso los Premios Princesa de Asturias son mucho más que una ceremonia: son un refugio seguro. Un recordatorio de que la cultura, la ciencia o el compromiso no son lujos ornamentales, sino cimientos de una sociedad decente. Cada premiado representa una forma de excelencia que no pretende brillar, sino inspirar: investigar para curar, crear para transmitir, escribir para iluminar. Y, sin embargo, ese ejemplo se apaga enseguida. Apenas deja huella en un país que, al día siguiente, vuelve a discutir de lo que lo divide y no de lo que lo engrandece.

La fugacidad de lo admirable es uno de los grandes síntomas de nuestra época. No se trata solo de pérdida de memoria, sino de sensibilidad y entendimiento. Cuando una sociedad deja de admirar, empieza a deteriorarse: ya no se mide por lo que respeta, sino por lo que desprecia. Frente a esa erosión, los Premios Princesa de Asturias son una forma de resistencia cultural, una pausa civilizadora. Un instante de silencio que nos recuerda que la excelencia es una necesidad colectiva.

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Quizá esa sea su mayor lección: recordarnos, cada año, que lo admirable existe y que depende de nosotros que no sea fugaz; que sigue brillando a nuestra disposición por si algún día decidimos emularlo.

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