La civilización sobre la tela de araña
Al margen de responsables de la cosa eléctrica nombrados a dedo y sin capacidad de gestión, al margen del despropósito de avanzar en las necesarias renovables sin una estrategia consistente, resulta didáctico ser testigo de cómo una civilización se va por el desagüe
Al margen del prístino don de no hacer nada de este gobierno, al margen de responsables de la cosa eléctrica nombrados a dedo y sin ... capacidad de gestión, al margen del despropósito de avanzar en las necesarias renovables sin una estrategia consistente, siempre resulta extremadamente didáctico, desde el punto de vista histórico y psicológico, ser testigo de cómo una civilización se va por el desagüe. En un principio no me di cuenta del apocalipsis, me pilló a la tecla, y el ordenador aguanta cuando se va la luz. Fue cuando terminé, y me desplacé al salón para ver los informativos, y comprobé que la pantalla estaba en negro: ahí la mosca empieza a rondar la oreja. Pasas al móvil, que también estaba 'black out'. Un apagón, pero qué raro que la red también haya petado. Vas a revisar los fusibles, y nada; sales al descansillo, el estropicio es general. Me lo tomo con calma, porque soy analógico: tengo libros, tengo libretas, tengo boli, tengo agua (tengo papel higiénico). Pasan las horas, y lo primero que considero es el tráfico y los coches, luego la gente que se queda encerrada en los ascensores, luego, extrañamente, que el helado de vainilla con macadamia que tanto me gusta se va a ir al carajo. En el fin del mundo, puedes pensar al mismo tiempo en accidentes de tráfico y en helado que se convierte sopa. Qué raro.
Poco a poco, te acuerdas del famoso kit, que, por supuesto, no tienes. No tienes radio a pilas, no tienes hornillo, no tienes linterna, no tienes comida almacenada. Dinero, sí, el cash, el metálico, pero de poco te va a servir como el asunto se alargue. Vuelves a chequear si algo funciona, nada. Qué será de tu mujer, de tus padres, de tus amigos. Las horas pasan. En la calle no parece que haya lío, pero es todo cuestión de tiempo. Curiosamente, siempre me quejo cuando las cosas van bien, porque es un lujo que me puedo permitir; cuando las cosas están mal, mi mente entra en formación tortuga. No me pongo nervioso, eso lo dejo para cuando todo pase. Voy al supermercado, allí la cosa es un poco más evidente, todo a oscuras, una cola con gente excitada, sólo te permiten tres productos, hay que pagar con cash y no tienen cambio. Me imagino cómo sería esto en un mes, se convertiría en algo celérico, con ese tipo de la caja convertido en un animal con recortada, defendiendo su taifa, y la chica que tengo delante violada por otro animal, y otro grupo de animales intentando entrar en mi casa. No tengo armas, bueno, sí, tengo una gladius romana de imitación, pero sólida: de algo servirá. Los conspiranoicos y los preparacionistas deben estar ahora supercontentos: ya os lo decíamos, ahora os jodéis.
La policía, los bomberos, han de tener muchísimo trabajo, me los imagino como lanceros bengalíes, heroicos, ese pelotón de soldados que siempre salva la civilización, como decía Spengler. Aunque, de nuevo, todo depende del tiempo que esto dure: los mismos soldados se pueden hacer los amos de la situación, o tener un sótano como en 'La Carretera' donde encadenar a lo que será su futuro banquete. Lo que tengo claro es que el grado de dureza de nuestra sociedad según la escala de Mohs es más bien parva. Cualquier cosa nos raya. También pienso que el presidente, aparte de inútil y mentiroso, es gafe: covid, Filomena, el volcán de La Palma, dana, inflación, guerra ucraniana… También pienso que ahora estará reunido el comité de crisis, que tendrá la misma utilidad que el espectral comité de sabios durante la pandemia, y que estará centrado sólo en las posibilidades políticas y electorales del apagón. También pienso que lo de abandonar definitivamente los billetes y las monedas, y que todo sea electrónico, es una pésima idea. También pienso en escribir un artículo sobre la no idoneidad del euro digital, aunque se esté acabando el mundo, porque yo sufro una inercia ancestral. O sea, soy capaz de pensar en accidentes, en helados licuados y en seguir escribiendo, aunque nadie me publique y nadie me lea. Es una cosa biológica, seguramente. Y dónde estará mi mujer, y espero que mis padres estén bien.
Italo Calvino, en 'Las Ciudades Invisibles', escribió sobre Octavia, una ciudad suspendida entre dos montañas, sobre un vacío: está atada a las crestas por cuerdas, cadenas y pasarelas. No hay mayor alegoría sobre la fragilidad, y lo bueno es que sus habitantes saben que finalmente caerán al abismo y viven resignados. Si esto durase, las estructuras sociales comenzarían a ser desbordadas, y a medida que las velas se encendiesen todas las noches, y cada uno se refugiase en su casa como en un cubil, cada brillante ciudad se convertiría en un burgo podrido. Pero aún tengo esperanza, eso sólo pasa en las películas. Alguien logrará reiniciar nuestro mundo, en el que podremos reírnos y hacer memes y Óscar Puente seguirá colgando sus chorradas en twitter, alias equis. Uno en el que podremos comprar comida congelada, y fruta fresca, y el agua sale de los grifos, y los viernes me tomaré mi cerveza belga (helada) en la terraza. No, no somos Octavia, me digo. En breve me llamará mi mujer para decirme que está bien, y mis padres, para decirme que no me preocupe, y algún amigo, para soltar un chiste. Y anochece, y miro por la ventana, todo está a oscuras, y solitario, salvo por aquel tipo en una esquina, que bien mirado podría parecer el primer zombi. Pero no, me repito, no somos Octavia, y debajo no tenemos nubes y la profundidad de un desfiladero, «suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Sabe que la resistencia de la red tiene un límite».
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