Días imperfectos en Roma
La ciudad te conquista porque entre tanta ansia de perfección también es decadente, oportunista y, en ocasiones, incompetente, con pizzas malas y vinos medianeros
Existe una obsesión por tener las vacaciones perfectas. Fotos impecables en Instagram, bailecitos en Tiktok, posados con Aperol Spritz, sonrisas repletas de flúor… un mundo ... plastificado, pacífico cual mar sin piratas. Pero después está la realidad. Regresé a Roma este verano, y Roma siempre es Roma, pero, además, están los imponderables. Entrar otra vez en el Panteón te vuelve a colocar una mueca de asombro en la cara, aunque después te metan un rejonazo por la cerveza que te tomas en la placita. Pasear por la ribera del Tíber es una gozada, llegarte hasta la Isola Tiberina, ver la puesta de sol contra los puentes, el Sisto, el Vittorio Emanuele, con la cúpula del Vaticano al fondo… aunque esa vista la compartes con los mosquitos y las avispas, que me hicieron un roto.
Me gusta patear las ciudades, y me acerco hasta Villa Borghese, y me deslumbra con todo el exceso de belleza que contiene (lo de Bernini es inefable). Después visito un museo que tenía pendiente (uno más), el de arte moderno, y allí descubres 'Las tentaciones de Cristo', de Domenico Morelli. En el intervalo, el calor de aplasta, la humedad, pero todo da igual, estás en la Urbe y, además, los capuchinos que te tomas aquí no te los tomas en ninguna parte. El día anterior había visitado el palacio Doria-Pamphili para ver el retrato que le hizo Velázquez a Inocencio X, y sí, era verdad, nuestro pintor se pasó de veraz: troppo vero.
Una pasada. Echo un vistazo al Instagram y al Tiktok, gente que está en Roma, como yo: todo es aterradoramente feliz, amable, no hay decepción ni infidencia. Ese tormento adictivo y fútil que provoca la brecha entre la vida real y la vida perfecta, la búsqueda del vacío, lo poco que ofrece al final; igual que en la novela de Vincenzo Latronico 'Perfección'. El Coliseo, la plaza Navona, Trevi, la plaza de España, San Pedro, Sant' Angelo, el Foro, la Sixtina, la plaza del Poppolo, las compras en la Vía Corso…
Sí, todo es una virguería, todo se puede ver y hacer mil veces, pero hay más. La Domus Aurea, la casa de Alberto Moravia, la villa Torlonia, el museo Napoleónico; puedes quedarte a mirar las proporciones de la Basílica de Majencio; tienes los pequeños detalles en los pequeños museos, como los cuadros de Niccolò Torlioni, en el palacio Spada (sí, el de la falsa perspectiva de Borromini); tienes el palacio Barberini y el museo nacional romano…
Yo también soy un turista, pero en esta ocasión me acompaña un libro maravilloso, 'Roma. Una historia cultural', de Robert Hughes. Te da otro ángulo, te dice que lo del perfeccionismo es algo masoquista, algo autodestructivo, que sólo provoca ira: el 'superyo' esclavizando al yo. Roma te conquista porque entre tanta ansia de perfección, la misma ciudad es decadente, oportunista, en ocasiones, incompetente, con pizzas malas y vinos medianeros.
Yo a Roma no voy a comer, porque en España tengo viandas y vinos excepcionales y comida italiana igual que en Italia; yo a Roma no voy a buscar estándares imposibles ni a procastinar porque no sale una foto sublime ni a ser rehén de un público imaginario. Yo a Roma voy a saturarme de la piel marmórea y decolorada de las estatuas, a disfrutar de los colores orgánicos de la ciudad, tierra, piedra caliza, gris rojizo. A sudar como un condenado por sus calles, a tomarme una cerveza en mi garito romano, el Trinity College Pub. A ver siempre los Caravaggios de San Luis de los Franceses, hiperbólicos, violentísimos, sinceros, desgarradores. A impregnarme no sólo de un lugar, sino de un concepto mental, y mientras tanto volver a leer a Gesualdo Bufalino, a Leonardo Sciascia, a Daniele del Giudice.
Este año me acerqué a ver el Cementerio de los Ingleses, que lo tenía pendiente. En el camino, me reí de los turistas que imitaban a Audrey Herpburn y Gregory Peck en 'Vacaciones en Roma' (William Wyler, 1953), y hacían cola para meter la mano en la Boca de la Verdad sita en la basílica de Santa María. Pero es que yo, también turista, me fui hasta el Gianicolo para revivir la primera escena de 'La Gran Belleza', cuando el turista japonés muere de un infarto.
Todos somos un poco ridículos. El cementerio está señalado por la estupenda pirámide de Cayo Cestio, y en el camposanto protestante, muy cuco, tenemos otro remedio contra el ansia de perfección, porque todos acabaremos en uno. Allí me acuerdo, no sé por qué, del «defecto persa», la forma en que los tejedores tradicionales de alfombras persas incluían deliberadamente un defecto en sus alfombras para reconocer que sólo Dios era perfecto.
Recorro el cementerio con tranquilidad, allí están enterrados Antonio Gramsci, John Keats, Carlo Emidio Gadda, Gregory Corso, Andrea Camilleri. Sí, es un sitio soberbio, y a mí también me gustaría descansar aquí hasta el Juicio Final. Vengo en busca de un escritor, Percy Bysshe Shelley, porque había leído 'Prometeo liberado' y el libro de William Ospina 'El año del verano que nunca llegó'. Encuentro la pequeña lápida; al lado, casi oculto por unas plantas, descansa Edward John Trelawny, quien escribió 'Memorias de los últimos días de Byron y Shelley'. Y sí, me saco una foto y la subo a Instagram, turista al cabo, y me hago el interesante, mientras recito mentalmente'Ozymandias': «Y en el pedestal se leen estas palabras:/ 'Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:/¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!'. Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia/de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas/se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas».
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