Meterse un tripi
Fue la CIA, mucho antes de la famosa revolución de las flores, quien comenzó. Por miedo a que los comunistas chinos y soviéticos se les adelantaran, iniciaron programas de experimentación con todo tipo de variantes lisérgicas
En 1938, el doctor Hofmann sintetizó por primera vez el LSD mientras trabajaba en los laboratorios Sandoz, en Basilea, Suiza. Mientras preparaba una muestra, absorbió ... de manera accidental una pequeña dosis a través de las yemas de los dedos, y pronto le invadió «un estado de intoxicación notoria pero no desagradable… caracterizado por una intensa estimulación de la imaginación y por la alteración de la conciencia». En ese momento, se abrió una de las cajas de Pandora más influyentes de la historia. Arma y sacramento, medio de control mental y sustancia de expansión de la conciencia. La carrera 'psiquedélica' había comenzado y ya nunca se detendría.
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Curiosamente fue la CIA, mucho antes que la famosa revolución de las flores, quien comenzó a meterse tripis. Por miedo a que los comunistas chinos y soviéticos se les adelantarán, iniciaron programas de experimentación con todo tipo de variantes lisérgicas (BlueBird y MK-Ultra), a fin de explorar sus utilidades en el control físico y mental. Como expresó bien un médico de la Agencia: «Vivíamos en una especie de País de Nunca Jamás, donde todo era experimentación incesante y memorandos confidenciales». Todas las drogas que aparecieron en el mercado de los años 60 habían sido previamente estudiadas por la CIA, y en algunos casos, refinadas por la misma. Pero con el LSD se emplearon a fondo: interrogatorios, control de la personalidad, tácticas de pánico contra el enemigo… Por supuesto, los nazis, pioneros en todo lo que fuera inicuo, ya se les habían adelantado durante la guerra, cuando experimentaron con la mescalina en el campo de concentración de Dachau. Más de 600 científicos nazis fueron reclutados por el Proyecto Paperclip para nutrir los programas norteamericanos en todas las áreas. Y en esto llegó Aldous Huxley.
Nuestro autor ya había escrito 'Un mundo feliz' en 1931, en el que auguraba una sociedad futura sometida a control farmacológico con el famoso Soma. En 1953 experimentó con la mescalina y escribió 'Las puertas de percepción', donde se posicionó fervientemente a favor de las sustancias alucinógenas. De ahí al LSD sólo había un paso. Y se dio: sugirió la conexión de la droga con las experiencias místicas (igual que hicieron los griegos con el cornezuelo en Eleusis, el reverenciado bebedizo Kykeon). Desde luego, los beats no tardaron en aparecer, a lomo de su discurso de redención y autonomía creativa, con Ginsberg a la cabeza: «Una conspiración cósmica… para resucitar un arte, un conocimiento o una conciencia perdida». El autor de Howl se paseaba desnudo en pleno invierno inundado por oleadas mesiánicas. La lucha contra el estatus y la conformidad de la sociedad americana, la conexión con los poetas visionarios franceses, hasta arriba de hash, opio y láudano. Y en esto llegó Leary.
Timothy Leary, ¿recuerdan? Aquel tranquilo profesor de Harvard que tuvo una epifanía y la lio parda: «Fue la experiencia religiosa más profunda de mi vida… Descubrí que la belleza, la revelación, la sensualidad, la historia celular del pasado, Dios, el Diablo se hallaban todos dentro de mi cuerpo y fuera de mi mente». Leary inició una evangelización digna de San Pablo, y defendía que la política, la religión, la economía y la estructura social se basaban en estados de conciencia compartidos, que la causa del conflicto social suele ser neurológica y la solución debía pasar por la bioquímica. Armado con este fuego valyrio, llegó a defender el vertido de LSD en el suministro de agua de las ciudades para que la gente fuera acostumbrándose a lo que iba a venir, o sea, «iluminarse, sintonizar y abandonar el sistema». La cosa ya iba derrapando, cuando, en esto llegó Burroughs, y Ken Kesey, y Robert Stone, y Neal Cassady y Tom Wolfe (resulta clave leer su 'The Electric Cool-Aid Acid Test'), y Berkeley, y la Nueva Izquierda y Bob Dylan, y Hunter S. Thompson… Llegaron hasta los Ángeles del Infierno.
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Todo este potaje de brujas acabó vertiéndose en los años 60, con las imágenes que todos tenemos en la cabeza. El bombardeo sistemático de Vietnam. El día que Dylan enchufó su guitarra a un amplificador, un antes y un después en la Revolución. El enclave bohemio de Haight-Asbury en la periferia del Golden Gate, en San Francisco. Los festivales hasta las trancas de hierba y ácido, el frenesí dionisíaco, el libertinaje y la espiritualidad, la música rock, la tremenda energía psíquica que se liberaba, el teatro de masas, las vestimentas estrafalarias, los abalorios, el Be-In… Aquello era un desafío en toda regla al sistema, se defendía un paso hacia delante de la conciencia, una afirmación de un conjunto de prioridades personales y sociales totalmente diferentes. El gobierno había demonizado el LSD, la marihuana, pero había seis millones de americanos enganchados al alcohol, 50 millones al tabaco, los barbitúricos eran los responsables del 90% de las muertes relacionadas con las drogas…
Todo esto y más lo cuentan Martin A. Lee y Bruce Shlain en un espléndido ensayo, 'Sueños de ácido. Historia social del LSD' (Página Indómita). Como colofón (iba a escribir 'colocón') de esta reseña, y antes de que todo acabase por hundirse en una pesadilla de brillantes colores, un escrito crepuscular de Hunter S. Thompson ('Fear and Loathing in Las Vegas') daba testimonio del optimismo y felicidad que se vivió durante un intervalo histórico: «Había una fantástica sensación generalizada de que todo lo que hacíamos estaba bien, de que íbamos ganando… Y eso, creo, era el meollo del asunto: esa sensación de inevitable victoria sobre las fuerzas de lo Viejo y lo Maligno. Pero no se trataba de una victoria en un sentido militar o mezquino; no necesitábamos eso. Nuestra energía simplemente prevalecería. No tenía sentido luchar. Ni en nuestro bando ni en el suyo. Teníamos todo el impulso y cabalgábamos la cresta de una ola grande y hermosa».
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