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Es un fenómeno extraño, en cierta manera fascinante. Tanto el «popolo grasso» como el «popolo minuto», todos empeñados en ser escritores. O no tanto en ... ser escritores como en publicar algo, lo que sea. Este es un oficio, a menudo, desagradecido: sin estabilidad, sin la certeza de que vayas a terminar ese libro que te cuesta tanto documentar y llevar a fin. Ser escritor implica estrés, tensión mental, y mucho, mucho trabajo. De hecho, un trabajo 24/7. Cada vez que te enfrentas con un nuevo proyecto, comienzas de cero (Lubitsch le dijo a Billy Wilder cuando le preguntó sobre el tema: «Sólo te puedo decir que, después de sesenta películas, todavía me cago vivo el primer día»). Sí, posees una experiencia, un manejo de las herramientas, cierto instinto, pero una cosa es lo que tienes en la cabeza, y otra, lo que va a salir. Cuando tienes el libro publicado, queda al albur de la promoción, de los lectores, del momento histórico; la mayoría de los libros nacen y mueren en la oscuridad. Aun así, la vocación te incita a continuar. Los escritores, los de verdad, no cejan; puedes desesperarte, pero no abandonas. Y hay otra cosa: el respeto. Porque hay algo que los comitentes de verdad tienen: respeto por la literatura, respeto por el oficio, respecto por el lector.
En 'La muerte en Venecia', de Thomas Mann, Aschenbach había escrito expresamente, en un pasaje poco conocido de sus obras, que casi todas las cosas grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de algo, a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la debilidad corporal, del vicio, de la pasión. Yo puedo enumerar unas cuantas paredes contra las que nos estrellamos una y otra vez los escritores, y algunas son viejas conocidas. Una de ellas son los diletantes. Alguien me dirá que qué derecho tengo yo a salvar y condenar, que todo el mundo puede escribir lo que le venga en gana, y si se lo publican, allá ellos.
Sin embargo, yo pienso que no todo el mundo está capacitado para escribir novelas. Para escribir una novela (y publicarla) hay que leer, hay que diseccionar, hay que afilar las herramientas; son muchos años, muchas horas, mucha frustración. Ser consciente de que una novela no se hace para que te ofrezcan una entrevista en la tele, o para lucir en plan bling bling, o para poner en tu tarjeta que eres 'escritor'; una novela es algo muy serio, una forma de indagación, de conocimiento, de construcción del imaginario colectivo. Volvemos al respeto. Por la literatura, por quienes leen, por ti mismo.
Siempre ha existido la literatura comercial, las sombras de Grey, las novias gitanas, los tiempos entre costuras: nunca ha sido alta literatura (en algunos casos, ni siquiera es literatura), pero, al menos, las fronteras estaban claras, era una cuestión de ser consciente de que eso que tienes entre las manos es de usar y tirar, no va a perdurar. Las novelas que van a mantener su potencial intelectual y estético son otra cosa. Hoy, el absoluto desbordamiento de ríos de mierda tratados como si fuera literatura, resulta preocupante. Influencers, cantantes de medio pelo, las ubicuas presentadoras de televisión, celebridades de esas que duran una isla de las tentaciones, políticos aburridos, músicos en retirada (por dios, si hasta Perales y Paloma San Basilio están escribiendo novelas...), cocineros, saltadores de trampolín, volatineros varios, y un largo etcétera: literatura convertida en farsa, todos con su novelita publicada y la faja pertinente acerca del parteaguas que significa en la historia del mundo. El mercado absolutamente desmadrado, sin filtros de ningún tipo, con muchas editoriales empeñadas en crear marionetas exhibicionistas e impudorosas, con el único baremo artístico de la cantidad de seguidores que tienen en Instagram y Tiktok. A este pandemonio posiblemente ayuden las exégesis que no denuncian con la suficiente potencia toda la incuria, la absoluta desvergüenza de lo que está sucediendo. Lejos de amainar, la cosa se pudre más y más, y se habla de la última calamidad de esa presentadora de tu canal amigo como si fuese la mismísima 'A contrapelo', de Joris-Karl Huysmans. La mediocridad alimenta al público, el nivel baja cada vez más, al mismo tiempo que la capacidad cognitiva, y al final, te cuentan que Byung-Chul Han es lo más, cuando no deja de ser una alegoría de la obviedad, un filósofo de pensamiento débil.
¿Soy un moralista? Quizás, no sé. Como decía Lutero: «Aquí estoy, y no puedo hacer otra cosa». Durante mucho tiempo el tema de la degradación me daba un poco igual, estaba a lo mío. Sin embargo, en los últimos años ha habido una avalancha tal de pequeñez y vulgaridad, una ignorancia tan osada, una corrupción de lo que significa la literatura tan flagrante (y sangrante), que deberían colocar en todos los edificios públicos el prefacio que hizo Joseph Conrad a 'El negro del Narciso' para recordarnos de dónde venimos, y en qué estercolero vamos a terminar. O aquel otro fragmento de Galdós en uno de sus episodios nacionales, 'Juan Martín, el Empecinado': «Yo quiero que aquí, como en la naturaleza, las pequeñas cosas vayan al lado de las grandes, enlazadas y confundidas, encubriendo el misterioso lazo que une la gota de agua con la montaña y el fugaz segundo con el siglo, lleno de historia». O sea, exactamente lo contrario de la quincallería que nos venden.
Hacer literatura. Escribir una novela. El derecho a escribirla. Ganarse ese derecho. Ser un arúspice del pacto social, contar cómo está la tribu, hablarnos de la idiosincrasia de una época. La literatura. Su manera de enfrentarse a las convenciones, esos libros que cambian nuestra naturaleza individual, que nos hacen más complejos, que nos añaden capas y más capas. La literatura, transgresora, crítica, que nos muestra salidas, que nos da propósitos. Todo esto, amigos, es demasiado importante como para tragarnos las castañas que nos dicen que son grandes novelas sin al menos una queja (esta tribuna que tienen la merced de leerme). He dicho. Y me he quedado tranquilo.
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