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Los avances que nos permiten comprender mejor el mundo nos han deparado un paisaje extraño, en muchos casos, contraintuitivo. En 1927, Niels Bohr descorrió los ... velos de la física cuántica y nos dijo que el universo no está formado de objetos, sino de experiencias; que la perspectiva de quien mira forma parte de la respuesta de la cosa observada; que un átomo puede estar en dos sitios a la vez. Aunque es difícil, hay gente que lo entiende bien, como Bebo Valdés y Diego el Cigala, que cantaban cómo se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco. La realidad no es algo inamovible, se adapta a la mirada de quien se toma el tiempo de mirar. Y las aplicaciones de la mecánica cuántica ya están aquí: telefonía, ordenadores, IA… Otra cosa son las implicaciones, que aún no podemos abarcar por completo (y no tenemos la certeza de lograrlo algún día).
De cualquier manera, el hombre sigue entrando en la batalla y jugándose el alma, como nos animaba a hacer lord Byron. Avanzamos, exploramos, construimos colisionadores de hadrones para comprobar las teorías; sin embargo, vamos topando con límites: hace nada, se suponía que la simetría, es decir, la equivalencia entre partículas positivas y negativas era un hecho, pero, hoy, ya nadie apuesta con firmeza. El universo continúa mostrándonos su extraña naturaleza, y que cuando nos pensamos a punto de desentrañar lo absoluto, sólo estamos en la primera pantalla del videojuego. Otro ejemplo: la Teoría de las Cuerdas. Nuestra realidad cotidiana se mueve en tres dimensiones (altura, anchura y profundidad), a la que podemos añadir una cuarta, el tiempo. Pero la Teoría de las Cuerdas postula que hay once dimensiones, lo que implica otros mundos, otras realidades, de hecho, trillones de ellas. Da un poco de vértigo, igual que aquella película 'Coherence' (James Ward Byrkit, 2014), así que recordemos al Sombrerero de Lewis Carroll para consolarnos: «No estoy loco, sólo que mi realidad es distinta a la tuya».
Los límites, sí, los topes para comprobar las cosas, las restricciones del método científico. Qué hacer cuando no tenemos manera de comprobar las teorías. Cómo explicar la conciencia más allá de un conjunto de operaciones físico-químicas que no acaban de dejar clara su lógica (aunque autores tan respetables como Brian Greene afirman que todo es un proceso físico que acabaremos por explicar). Porque nuestra mirada es inevitablemente deudora de esa mirada del relojero que se crea en el siglo XVI, los suizos que desarrollan los mecanismos de precisión que harán avanzar la Ilustración. Tras los relojes, vinieron los telescopios, barómetros, cronómetros, termómetros que nos permitían medir el mundo, especializar nuestra mirada, al coste evidente de reducir la perspectiva. El mismo Einstein lo expuso así: «Cuanto más nos especializamos en nuestras respectivas disciplinas, cuanto más acotamos nuestro campo de estudio, más estrechamos nuestro punto de mira, de modo que pasamos a saber cada vez más acerca de cada vez menos, hasta que llegará un punto en el que sabremos casi todo acerca de nada».
¿La solución? Quizás abrir la perspectiva, no limitarnos a la precisión, a la mensuración, a la parametrización de los aspectos del mundo. Quizás, como decía Jodie Foster en 'Contact' (Robert Zemeckis, 1997) cuando comienza a ver las maravillas del universo: «Deberían haber enviado a un poeta». El mismo Heisenberg se pone de parte y lo cuenta en un texto, tras una cena con Niels Bohr: «Consideraría completamente absurdo el tener que cerrar mi mente a los problemas planteados y a las ideas expuestas por los filósofos antiguos, simplemente por el hecho de que no pueden expresarse en un lenguaje más preciso». En sus escritos, Heisenberg incluye las religiones y las parábolas, se plantea conexiones más amplias, dejar a un lado los tabúes.
En todo esto abunda Javier Argüello en un librito titulado 'Los límites de la ciencia' (Debate). Es un texto pequeño, pero lleno de ideas y claro en sus argumentaciones, que surge de una visita al CERN y de los diálogos con los profesionales de la ciencia. Argüello nos cuenta cómo los científicos se encontraron con numerosos problemas nuevos, y las soluciones que tuvieron que buscar, lo que impulsó el conocimiento en direcciones que nadie podía imaginar. Asimismo, va más allá de los mecanismos y nos sugiere senderos humanistas, porque si se trata de hacer las preguntas adecuadas al universo, el hombre y su conciencia forman parte de esa ecuación, lo que obliga indefectiblemente a abrir la baraja, a ampliar la perspectiva, a plantearnos cosas que antes ni siquiera nos habríamos atrevido a susurrar.
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