Un santo en mi familia
En el 50º aniversario del fallecimiento de san Josemaría Escrivá
Isabel Díaz
Jueves, 26 de junio 2025, 02:00
Aunque hace 50 años que él se fue, yo lo conocí hace 44 primaveras. Sí, aunque parezca imposible, lo conocí porque crecí en un hogar ... donde su presencia seguía viva en el aire y en las conversaciones, como esa abuela que emigró a las Américas y a la que nunca llegaste a ver, pero a la que quieres igual. Él, sin embargo, había emigrado a un lugar mucho más grande y lejano. Y aunque nunca le vi en persona, su marco de fotos estaba en el tocador de mi madre junto con el de otros familiares. Así fue: al igual que de tal palo, tal astilla, él dejó muchas esquirlas tiradas por el suelo de la casa de mis padres que fueron clavándose en mis hermanos y en mí cada vez que andábamos descalzos –en las decisiones pequeñas, en las formas de actuar, de reaccionar, de afrontar cada día, de ver la vida y mirar al otro–.
No fue un encuentro puntual ni un momento especial, sino una compañía constante que se colaba en lo cotidiano sin hacer ruido. Así, sin grandes discursos, san Josemaría se fue haciendo parte de mi historia y de mi 'lifestyle', como se dice ahora.
Recuerdo ir al tocador de mi madre, mirar su estampa y pedirle que me ayudase en un examen, o recitar de carrerilla junto con mis hermanos la estampa que ya sabíamos de memoria para que no nos pillasen cuando estábamos en un lío. Luego supimos que las cosas no funcionan así, pero oye, ¡que por pedir no falte!
Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y, al fin y al cabo, la vida es eso: está llena de pequeñas escenas que guardas en recuerdos, en fotos o en la galería de tu móvil y que van forjando tu historia. Yo todo eso lo encontré en el testimonio de mi familia. Mis padres, supernumerarios del Opus Dei, estaban alegres cuando había motivos para estar tristes, trabajaban contentos, aunque estuvieran cansados, invitaban a todos a comer cuando casi no llegábamos a fin de mes, y nunca presencié un drama cuando las cosas se ponían chungas.
Mi familia no era perfecta, ni mucho menos, pero era distinta. Nos queríamos siempre, en medio del ruido y la energía de una casa con tantos hermanos, con una serenidad profunda que sorprendía. Era como una alegría silenciosa, la certeza de que la grandeza no está en los gestos grandilocuentes, sino en encontrar algo profundo y valioso en las pequeñas cosas del día a día, como si cada detalle –una sonrisa, una palabra amable, una decisión sencilla– tuviera un eco que resonaba mucho más allá. Eso penetró en mis pies astillados y se ha convertido en el motor que da sentido a mi vida.
Lo que decía el pariente de la foto del tocador molaba mucho. En mi casa, cada uno hemos seguido luego caminos diferentes, pero yo quería una vida así, la vida que había visto en casa y la que había leído en 'Camino': «Todo eso que te preocupa de momento, importa más o menos. Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves». Todos queremos ser felices, pero no siempre sabemos cómo. Como digo, yo lo había descubierto en el ejemplo de mis padres y en las enseñanzas de S. Josemaría. Por eso llevo 24 años siendo supernumeraria del Opus Dei. Ahora tengo mi propia familia, también imperfecta, pero el espíritu de san Josemaría me acompaña cada día para intentar vivir con la alegría de saber que todo lo que hago, pienso y digo tiene un valor infinito, si lo sé unir a Jesucristo. Y cuando por mi boca salen sapos y culebras, sé que puedo borrar con goma y volver a escribir de nuevo, y, entonces, estoy segura de que allá arriba se estarán riendo de mí, igual que yo me río cuando mi hija pequeña hace una perreta. En fin, no es que sea feliz porque todo me vaya o me salga bien, sino porque intento poner más amor en lo que hago, aunque me den ganas de mandar todo al traste, como cada vez que tiran la leche justo antes de salir por la mañana.
Es curioso pensar que lo divino no está en las cosas rebuscadas ni en momentos sorprendentes, sino que lo sorprendente es que está en esos pequeños detalles: una sonrisa, un guiño a mi marido, trabajar cuando estás molida, un abrazo a un hijo o a una amiga que lo necesitan... detalles que pasan a la velocidad de la luz pero que son luz. Pues sí, Dios está ahí, entre calcetines perdidos, el rollazo de la montaña de plancha, las cervezas de los viernes, un cóctel de risas y peleíllas y un día de trabajo complicado.
Mis hijos andan descalzos a ver si se les pega algo. Mientras tanto, Dios anda en zapatillas por mi casa; es uno más entre nosotros en lo normal de un día cualquiera, sin postizos, sigiloso, pero siempre presente con san Josemaría.
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