Cómo dice 'Irma la dulce' en la gran película Billy Wilder: «Por las calles andan a sus anchas los maleantes: en cambio, a las que ... damos un poco de amor nos persiguen como delincuentes y nos encarcelan». El único consuelo que les puede quedar a la Irma de Wilder o a la Cabiria de Federico Fellinni es que según el evangelio de San Mateo estarán por delante en el reino de los cielos de tanto hipócrita y mercachifle, que caminan por el mundo como elefantes cargados de bondad. Se pone uno a escribir y le vienen a la cabeza las andanzas de los maleantes de la política, insistentemente contadas por las orquestas de trompetistas de las distintas televisiones y radios. Admitiendo a estas alturas, ya harto, que todos deben de tener razón. Y como el mundo está mal hecho, y no sé si existirá ese cielo para colmar de dichas a los que sufren por la culpa de canallas, nos limitaremos a aborrecer a los que vinieron a este mundo para emporcarlo, en vez de convertirlo en algo mejor. Incluso a esos que ponen una semilla de bondad cuesta hacer mención, para que la merecida alabanza no trascienda sin su permiso. Me gustaría dar el nombre y los apellidos de aquel que los fines de semana recorría más de 200 kilómetros para traer el agua de la fuente que su madre moribunda creía que le podía aliviar del dolor. Serviría cualquier agua, que la mujer no la distinguiría, como todo placebo, pero él porfiaba con nosotros que jamás engañaría a su madre. O esos chavales, que veía aparecer por turno camino del instituto cargados con dos mochilas: la suya y la de la compañera con enanismo. O la empleada de supermercado que, sin conocerme más que de vista, tiró de monedero cuando notó que me había olvidado la cartera. A todos ellos –como dice la canción de George Brassens– que el buen Dios los siente a su lado. Si es que está.
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El otro día presentó su último libro José Marcelino García, y allí debería haber estado yo en primera fila. En primer lugar porque le debo mucho y porque es mi amigo, pero, además, porque aparte de gran escritor pertenece a esa estirpe de hombres honestos, en el mejor sentido de la palabra buenos, que no se entera su mano izquierda lo que entrega la derecha. Para conocer su calidad literaria basta con leerlo. Para conocer su calidad humana se precisa también trabajar con él, en la misma empresa, y que el destino nos haya sometido –a él y a mí– a parecidos golpes y amarguras. Pero, tocado aunque nunca hundido, Marcelino siguió mirando hacia el Cantábrico, a las nubecillas que iba dejando el humo de los barcos. A esos poemas inspirados por la mar arbolada, mientras caminaba por los barrios de su pueblo. Los barrios que tiene Candás, entre los que figura como uno más el que está al otro lado de la Campa Torres. O sea, Gijón.
Por casualidad me tropecé un día con Rebeka (con k), que llegó a Candás sin conocer el pueblo ni a sus gentes. Rebeka, profesora y enamorada de la música, era como la rediviva protagonista de 'El café de la marina', la novela de José Marcelino ganadora del premio Dolores Medio. Y yo le dije a Rebeka: «En la biblioteca de Candás pregunta por los libros de José Marcelino García, y lo conocerás todo, del pasado y del presente, de sus costumbres y sus gentes».
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