Colaterales
A mi amigo lo reclamó un pariente lejano en Venezuela. Marchó un día como otro cualquiera de amanecida, con la maleta y sin despedirse. Supongo que con todas las nostalgias a cuestas
Cuando el futuro ya cuelga de las espaladas se vuelve la vista atrás para ver esa senda por donde no se volverá a pasar, como ... dijo el poeta. En aquella aldea perdida, olvidada en los mapas porque solo eran y siguen siendo cuatro casas, mi colega y yo íbamos a la escuela al atardecer para regresar de noche, porque de día ya nos sacaban el jugo cuidando el ganado para que no entrara en los prados ajenos. Hacíamos una labor de perro de pastoreo, pero con una guiada en la mano. Don Nicolás accedía a aquella prolongación de clases por unas pesetillas, y hogazas y empanadas salidas del horno. Así que, con dos antorchas para el regreso, hechas con paja de centeno, y calzados de escarpinos y madreñas, nos dirigíamos a la otra aldea donde estaba la escuelina, escasos de vestimenta y calzado. A mi colega siempre le advertían al salir de casa:
–Aprende bien a sacar las cuentas de dividir y multiplicar, para no acabar como otros cargando sacos en los muelles.
El padre de mi amigo había trabajado en aquello que temía para su hijo, cargando sacos en La Habana, de donde había regresado triste y fracasado.
Mi colega y yo bajábamos la cuesta hacia la escuela, cuidando de esconder las antorchas de paja en el cementerio para que no las robaran los que acudían desde otras aldeas. El problema era, al regreso a casa, tener que saltar el paredón del campo santo, ya de noche, para recoger las antorchas con el miedo metido en el cuerpo, engañándonos mutuamente de haber visto el fantasma de alguien enterrado hacía poco tiempo:
–¿Has visto a fulano?
Los dos respondíamos haberlo visto. Lo de las madreñas mojadas era otro incordio, no de miedo, sino de cabreo, porque los mayores acostumbraban a utilizarlas como orinal. Malos tiempos para el que no tenía edad ni fuerzas para defenderse.
A mi amigo, que no era el hijo mayor –meirazu o mayorazgo–, le tocó irse de casa cuando tuvo edad para embarcar. Lo reclamó un pariente lejano en Venezuela, donde había ya asentada una colonia de allandeses. Marchó un día como otro cualquiera de amanecida, con la maleta y sin despedirse. Supongo que con todas las nostalgias a cuestas. Iba hacia la tierra de promisión y de moda. Era cuando se cantaba aquella coplilla:
–«Qué culpa tiene el tomate que está tranquilo en la mata, que venga un hijo de puta y lo mande pa Caracas».
Luego nos escribíamos de vez en cuando. Yo ya estaba en Gijón, sin rumbo, y llegué a envidiarlo, porque mi amigo parecía haber encontrado su sitio: era propietario de una tienda de electrodomésticos y se retrataba orgulloso delante de los escaparates.
Comenzaron a caer hojas del calendario, como se marca el paso del tiempo en algunas películas. Hace pocos años mi amigo regresó con las marcas de la derrota. Había perdido su tienda, e incluso a su familia, escapada por otras fronteras. Pero él volvió a su lugar, como suelen hacer los elefantes si sienten que van a morir.
Fui a su encuentro en nuestra aldea. Los familiares me dijeron que ya no estaba: se había escapado a Madrid, falto de dinero y de muchas otras cosas, pero no de la botella de aguardiente, con la que poco a poco había decidido matarse. Los sobrinos trajeron el cadáver hasta el panteón, cerca del de mi familia. Yo le pondría como epitafio: 'Aquí yace el que murió por culpa de los tiranos de América y de los canallas cómplices de Europa'.
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