Don Friolera
Hoy se echa de menos a alguien que, como Valle Inclán, fuera cronista de la política actual, para llevarla a los terrenos del esperpento, nada de un relato galdosiano, de prosa descuidada
Es posible que, por viejo, haya leído a Valle Inclán antes de los que ahora parecen enterarse de que entre los dos siglos pasados habitó ... estas tierras un escritor genial que igualó en grandeza a los más nombrados de la literatura universal. En las encuestas que hacía alguna revista a los críticos, entre las mejores novelas del siglo XX figuraba 'Tirano Banderas', junto al 'Ulises' de James Joyce, 'A la busca del tiempo perdido' de Marcel Proust y 'La montaña mágica' de Thomas Mann. Puedo presumir de pocas cosas, pero sí de la admiración temprana por la figura y obra de Don Ramón María del Valle Inclán, y mi primera peregrinación a Galicia no fue a Santiago, sino a Villa Nueva de Arosa, a la casa de nacimiento del genio, que allí nos ratificó una cuñada suya que estaba la habitación y la cama de los primeros llantos. Nada de las fantasías del escritor de haber nacido en una barca en mitad de la ría, ni en otras villas, como se han confundido apresurados literatos e historiadores.
Ya comienzan a reconocer algunos solventes que 'Las sonatas' y, sobre todo, la novela antes mencionada del tirano de tierras calientes, Santos Banderas, fueron la puerta que abrió hacia el realismo mágico, cuyo recuerdo ha desarrollado en un excelente artículo el pasado miércoles Juan Luis Cebrián, azote inmisericorde del sanchismo, aunque algunos lo acusen de ser culpable en el pasado de haber incubado el huevo de la serpiente. Indudablemente hoy se echa de menos a alguien que, como Valle Inclán, fuera cronista de la política actual para llevarla a los terrenos del esperpento. Nada de un relato galdosiano, de prosa descuidada, porque lo que precisan estos tiempos es una crónica llevada al esperpento, puesto que abundan personajes tan bufos y corruptos como don Friolera y Chuletas de Sargento. Alcahuetas como las de 'La corte de los milagros', aunque ahora se llamen fontaneras. Líos de prostíbulo, como en 'La hija del capitán', donde el general pillado en un escándalo dice que lo importante es salvar a la patria, dando un golpe de Estado, sobre todo para acallar a la prensa.
Cierto que los tiempos han cambiado. Para golpear al Estado ya no se precisan espadones, basta un embaucador rodeado de una corte de pretorianos, gritando a coro que viene el lobo. A la prensa que no es sumisa todavía no han conseguido acallarla: se limitan al momentáneo acoso sin llegar al derribo, como hicieron los admirados compadres del Caribe.
El único partido al que parece importarle de veras el desgaje periférico, en los dos extremos de los Pirineos, es Vox, vituperado por el llamado progresismo y también temido por la derecha, que ve peligrar sus sillones.
En esta España invertebrada, que dijo Ortega y Gasset, tal vez en el futuro escriba alguien una historia como la que llevó a cabo la premio Nobel Svetlana Aleksiévich que tituló 'El fin del Homo soviéticus', a raíz de la llegada de la 'perestroika'. Primero Zapatero y ahora Sánchez volvieron a atizar aquel incendio que parecía apagado con la Constitución de 1978. El primero ejemplifica a los nuevos tiranos de América y el segundo se ocupa de los asuntos internos haciendo pactos con independentistas y filoterroristas. Tal vez dentro de algunos años alguien escribirá la crónica o relato sobre 'El fin del homo Hispánicus'. Tal hazaña solo podrá llevarla a cabo un ser único e irrepetible. O sea, el puto amo.
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