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Creo que ya he contado que hace bastantes años, cuando no estaba todavía de moda el feminismo, le puse reparos a las loas de una ... profesora cuando resaltaba las virtudes personales del poeta Antonio Machado. Aquel hombre callado, con cierto desaliño, y que le caía la ceniza del pitillo sobre el chaleco mientras permanecía en el casino mudo de melancolía. Machado era un santo según la profesora. Y por eso, cuando un alumno, si bien ese alumno ya estaba casado y con hijos, la rebate diciéndole que lo veía como un señor bastante raro, ella se quedó francamente sorprendida. Lo razoné diciendo que no entendía cómo un señor de 36 años, culto y fogueado en los andares de la vida, podía fijarse en una niña de 14, humilde y con todas las carencias de la edad. Hija de sus patrones en Soria, que parece cierto que se la entregaron, y hasta es posible que la niña fuera contenta a pasear con el poeta y ver cómo el viento sacudía los chopos del Duero. Le preguntaba yo a la profesora: ¿Qué hubiera ocurrido si es la mujer treintañera la que pone los ojos en un niño de 14 años? Claro, no habría piedras bastantes en Soria para lapidarla, y tendrían que buscar en otra provincia. Y no me diga, profesora, que no es lo mismo tratándose de un niño que de una niña, porque ni usted ni yo comulgamos con la maldición del nacional catolicismo, y esperamos el día en que los hombres y las mujeres tengan los mismos derechos y los mismos deberes. Usted como feminista, y yo como padre de dos hijas.
Algunas veces a los genios, y no solo a Machado, se les considera pintorescos y hasta graciosos sus disparates en el amor. Como rendido admirador de Valle Inclán me produce risa lo que cuenta Ramón Gómez de la Serna, que cuando la mujer del vate gallego, que era actriz, aceptaba interpretar un papel de alguien que a Valle no le caía bien, la encerraba con llave en su habitación para que no pudiera ensayar. La escena tiene gracia, pero supongo que a ella no le haría ninguna. Y es que se escribe la biografía de los genios, que la mayoría suelen ser inaguantables, pero se omite en las historias la de los que sufrieron por su culpa; generalmente la de las mujeres con las que compartieron su vida. Escritas y grabadas están las alabanzas de Camilo José Cela a su esposa, cuando él desesperado lanzó a la chimenea el manuscrito de 'La familia de Pascual Duarte' y ella las rescató con el atizador. Nada sería igual en la literatura, dicho por él, si no fuera por esa gran mujer que lo soportó, y al final se vio suplantada en la edad tardía por una más joven, Marina Castaño. La 'maricastaña', como la nombraba nuestra vecina Carmen Gómez Ojea.
Hay otros casos como los de Borges, Saramago, Ángel González... Y no digamos el esperpéntico Woody Allen, que se casó con su hijastra convirtiendo en suegra a su mujer. Pero quiero referirme también al desaparecido Vargas Llosa, juntado a los 19 años con la tía Julia, a la que, según él, le debe su carrera literaria y hasta su vida. Lo que no impidió que la dejara a un lado después del éxito, para casarse con la sobrina. Pinchen el discurso de la recogida del Nobel, con las alabanzas a su esposa a la que llamaba 'chatilla', que representaba las esencias del Perú. Preysler aún no había aparecido en escena.
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