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Los extranjeros

Alguien les oyó gritar que jamás volverían a pisar el pueblo hasta el día del entierro de su madre. Aquella mañana se podían escuchar desde lejos los sollozos de una pobre mujer: «Ay, hijos míos», repetidos una y otra vez

Domingo, 23 de febrero 2025, 01:00

Los vecinos de las cuatro casas cercanas apreciaron que aquella noche la bronca había sido mayor que otras veces. Se escucharon ruidos de sartenes y ... cacerolas, seguramente también orinales, que se estrellaban contra las paredes. Al amanecer, los dos hermanos cerraban la cancela del corral e iban camino abajo por el cortinal, corriendo y sin mirar hacia atrás. Alguien les oyó gritar que jamás volverían a pisar el pueblo hasta el día del entierro de su madre. Aquella mañana se podían escuchar desde lejos los sollozos de una pobre mujer: «Ay, hijos míos», repetidos una y otra vez. Nadie del pueblo se atrevía a acercarse. El marido se había ausentado ya muy temprano, poco después de la marcha de sus hijos, con la azada al hombro camino de aquellos prados que eran como islotes en medio del monte. Arreglaba las presas para regar como cualquier otro día, sin levantar la cabeza y con el pitillo apagado en la boca. Aquel era el comienzo de una nueva etapa en su vida y no sabía a ciencia cierta si lo lamentaba o estaba conforme con que aquellos inútiles se fueran. A él le sobraba uno de ellos, el menor, según las reglas, pues ninguna casa de la parroquia tenía hacienda para dar de comer a dos familias. La costumbre era sagrada, y al mayor –el mayorazgo–, le correspondía quedarse y fundar familia, pero resulta que era el más desaprensivo y protestón de los dos. De ese modo, la guerra en aquella casa estaba declarada y era continua. No obstante, el padre miraba su hacienda, ahora demasiado grande para un solo par de brazos, y se preguntaba sin demasiados ánimos si le daría por retornar arrepentido a alguno de aquellos dos cabestros. Como remedio para no pensar, el padre se esforzaba hasta reventar cavando la tierra y transportando cargas de leña o de hierba sobre las espaldas. Hasta las vacas y el caballo, de poca alzada, pagaban las consecuencias de la ira, azotados los pobres animales con la vara de avellano. «¡Malditos cabrones!», escupía hacia el cielo cada vez que pensaba en sus hijos.

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