Secciones
Servicios
Destacamos
Los vecinos de las cuatro casas cercanas apreciaron que aquella noche la bronca había sido mayor que otras veces. Se escucharon ruidos de sartenes y ... cacerolas, seguramente también orinales, que se estrellaban contra las paredes. Al amanecer, los dos hermanos cerraban la cancela del corral e iban camino abajo por el cortinal, corriendo y sin mirar hacia atrás. Alguien les oyó gritar que jamás volverían a pisar el pueblo hasta el día del entierro de su madre. Aquella mañana se podían escuchar desde lejos los sollozos de una pobre mujer: «Ay, hijos míos», repetidos una y otra vez. Nadie del pueblo se atrevía a acercarse. El marido se había ausentado ya muy temprano, poco después de la marcha de sus hijos, con la azada al hombro camino de aquellos prados que eran como islotes en medio del monte. Arreglaba las presas para regar como cualquier otro día, sin levantar la cabeza y con el pitillo apagado en la boca. Aquel era el comienzo de una nueva etapa en su vida y no sabía a ciencia cierta si lo lamentaba o estaba conforme con que aquellos inútiles se fueran. A él le sobraba uno de ellos, el menor, según las reglas, pues ninguna casa de la parroquia tenía hacienda para dar de comer a dos familias. La costumbre era sagrada, y al mayor –el mayorazgo–, le correspondía quedarse y fundar familia, pero resulta que era el más desaprensivo y protestón de los dos. De ese modo, la guerra en aquella casa estaba declarada y era continua. No obstante, el padre miraba su hacienda, ahora demasiado grande para un solo par de brazos, y se preguntaba sin demasiados ánimos si le daría por retornar arrepentido a alguno de aquellos dos cabestros. Como remedio para no pensar, el padre se esforzaba hasta reventar cavando la tierra y transportando cargas de leña o de hierba sobre las espaldas. Hasta las vacas y el caballo, de poca alzada, pagaban las consecuencias de la ira, azotados los pobres animales con la vara de avellano. «¡Malditos cabrones!», escupía hacia el cielo cada vez que pensaba en sus hijos.
Los dos hijos retornaron una mañana temprano. Alguien los había avisado de que su madre había muerto, y cumplieron la promesa. En la antojana se arrimaron a la pared. Ambos eran muy parecidos, sin ser gemelos: bajos de estatura, de piernas cortas y pecho de gorila. Vestían de negro y permanecían firmes como dos mojones mirando al frente. Así es como se acostumbraba en aquella tierra profunda a recibir el pésame. Alguien les preguntó si querían entrar en la casa y ver a la difunta antes de tapar el ataúd. Se negaron con un leve gesto de cabeza. No habían leído a Albert Camus ni sabían lo que era el existencialismo, pero su rostro hierático y su mirada vengativa hablaban por sí solos. Si alguien venía a saludarlos y no era persona de su agrado, seguían estáticos sin estirar el brazo, y el despreciado tenía que retirarse encogiéndose de hombros.
Llegó el momento de mover el féretro y apareció el sacerdote, grueso y de mediana edad. Uno de los hermanos le susurró al oído, y el cura puso gesto de extrañado. Había que sacar el cadáver al exterior para hacerse cargo los hijos sin tener que pisar dentro. En la antojana, ellos y dos primos cargaron con el féretro hasta la iglesia parroquial. A lo lejos, en un prado, el padre y marido se quitó la boina y se santiguó. «Son como animales», se oyó decir a alguien en la comitiva.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Horarios, consejos y precauciones necesarias para ver el eclipse del sábado
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.