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Cuando los alemanes vinieron a montar Uninsa –que luego se llamó Ensidesa, Aceralia y Arcelor sin moverse del sitio– surgieron algunas disputas con los técnicos ... de aquí, que no entendían sus razonamientos cerrados. Uno de los nuestros llegó a espetarles: «Ustedes empujan en el presente, queriendo llevárselo todo por delante, pero no tienen una visión de futuro: por eso acaban perdiendo todas las guerras». Los alemanes prosiguieron con su labor y construyeron naves en Gijón al estilo del norte de Europa, o sea, sin importar la luz natural, porque allí de lo que se trata es de protegerse del frío en sus largos y oscuros inviernos.
Los miles de focos, en naves de más de un kilómetro, consumían un enorme número de kilovatios, que se trataba de menguar más adelante utilizando lámparas de sodio. No del todo recomendables estas lámparas para la vista.
Los que ahora pasan por el puente de la autovía ven allá abajo, de momento, hornos chimeneas y naves. Los que allí estuvimos, como los que están ahora, pueden conocer ese otro mundo del subsuelo de transformadores, tubos, cableado, turbinas, motores, almacenes, bombas de achique y hasta camastros subrepticios para un pigazo. Las cotas inferiores son como el gran vientre de todo lo que se ve más arriba. Y todo ello, lo de arriba y lo de abajo, amenazado del gran apagón. Como aquellos apagones generales que vivimos los más viejos en los lejanos años del siglo pasado, cuando había que asomarse para ver si había luz en la calle o en la casa de vecino. Si se fundían los plomos había que puentearlos colocando hilos de cobre.
Ahora los encargados de marcarnos nuestro destino, esto es, que no se nos fundan los plomos, son una dama alemana instalada en Bruselas y un nieto de alemanes que anida en la Casa Blanca. Ambos rodeados de un séquito pintoresco, que si bien Jonathan Swift afirma que donde hay un genio se nota, porque todos los necios se conjuran contra él, también existe el viejo refrán que dice, dime con quién andas y te diré quién eres.
La alemana Úrsula von der Leyen lidia con una Europa desmochada y desunida, mirando de reojo a la patria suya que parece desmoronarse, Quién iba a decir que la Alemania del milagro, aquella que va desde el fin de la guerra hasta Ángela Merkel, está siendo superada en PIB por varios países del entorno, y a este paso camino de la irrelevancia. La última guerra perdida, esta afortunadamente no cruenta, puede ocurrir el próximo día 23, si como pronosticaba Bertolt Brecht la vieja perra de hace 100 años vuelve a parir una camada similar a la de entonces.
John F. Kennedy pisando el suelo de Berlín dijo aquello de «yo también soy berlinés», y también soy alemán. Firme compromiso en aquellos años inciertos de la guerra fría. El presidente Lincoln, mirando hacia Europa, pronunció la frase de que todo hombre tiene dos patrias: la suya y Francia. La Francia de la liberté, la igalité y la fraternité, también ahora desnortada y dando tumbos. Desde la grandeur de De Gaulle llegando hasta los apuros de Macron. Y el hosco amo de la América de hoy ya no hace arrumacos a los países de la vieja Europa, como sus antepasados presidentes, sino que parece sintonizar con las nuevas camadas que está pariendo la vieja perra. Como si escuchara a Curcio Malaparte compadecerse de aquellos americanos limpios y bien alimentados, que vinieron en las dos guerras a morir inútilmente por Europa.
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