Misterios del lago
Cuando me acuerdo de aquella oveja de Sanabria, de los lobos aullando en Serrantina, de la desesperación de los que encontraban el ganado llagado, maldigo a los miembros y a las 'miembras', de cualquier sexo. Madres putativas del lobito bueno
Fue hace 50 años cuando subí por primera vez a Peña Trevinca, la montaña de 2.117 metros entre Orense y Zamora. Los gallegos la ... tienen por la cumbre más alta de su región, y también los zamoranos, de su provincia. La caminata comenzó en la llamada Laguna de los Peces en un recorrido por las orillas del río Tera, y como eran todavía tiempos de supuesta abundancia, el grupo de montaña Ensidesa podía permitirse contratar a un guía de acompañamiento. El guía resultó ser buen conocedor y buen comunicador, por eso yo lo acaparé para que me contara algunas de las realidades y leyendas de aquellas tierras, visitadas en su día por Unamuno, que se alojó en San Martín de Castañeda, y por las Misiones Pedagógicas durante la República, conducidas por Alejandro Casona. Tierras de Sanabria, entonces primitivas y atrasadas, hasta el punto de que los niños se escondían cuando veían llegar a un extraño. Y un dialecto con palabras como las del Suroccidente asturiano, que me produjo un pasmo, porque yo lo desconocía.
El guía me contó cuando llegamos a las presas rotas del Tera, por la riada de enero de 1959, que los guardas pescaban truchas con dinamita descolgando el cartucho desde el alto del paredón. Quién sabe si ese fue el motivo de la rotura, o la mala construcción del embalse, que llevó a la cárcel a algunos responsables de la empresa Moncabril. El caso es que 144 vecinos de Ribadelago fueron arrastrados y quedaron sumergidos entre las aguas. Muertos, tan ignorantes como ignorados, unidos a la leyenda de que en la noche de San Juan se oyen las campanas de un pueblo que permanece en el fondo de ese espejo de soledades; extensión de agua entre bosques, hoy arruinados por el turismo. Mi guía indígena comentaba, que él había llegado enseguida a caballo, y presenció la secuencia de la tragedia en las primeras horas. Hasta el día siguiente nadie acudió con el socorro, porque aquel, como tantos otros, estaba entre los pueblos olvidados de la España profunda. Por la magnanimidad del Régimen se construyó un nuevo poblado que se llamó Ribadelago de Franco, faltaría más. Y aparte de las donaciones particulares el gobierno contribuyó –¡atención feministas!– dando 95.000 pesetas a cada hombre y 80.000 pesetas por mujer. A los niños 25.000, y no consta que hubiera diferencia entre niño y niña. Dos meses después de aquel suceso, un recluta de mi quinta en el cuartel de San Quintín de Valladolid se despertaba gritando sobresaltado. Es un superviviente de Ribadelago, decía alguien.
Al regreso de la excursión el guía nos llevó por un atajo. Encontramos dos ovejas muertas, y una que parecía agonizar. Un olor fuerte a carne podrida. El guía cargó al hombro la oveja herida, con la promesa de que podría salvarse: la llevaría hasta el pueblo y le echaría en las heridas la piedra alumbre. El animal, con la cabeza caída y los ojos desencajados apenas se movía, pero nuestro guía aún mantenía la esperanza. De los cuartos traseros de la oveja salía el olor cadavérico, que hacía que nos apartáramos los que ya no estábamos curtidos para los desastres. El guía maldecía y aventuraba que aquella vez había sido un lobo solitario: si hubiera sido la manada dejaría más destrozos. Cuando me acuerdo de aquella oveja de Sanabria, de los lobos aullando en Serrantina, de la desesperación de los que encontraban el ganado llagado, maldigo a los miembros y a las 'miembras', de cualquier sexo. Madres putativas del lobito bueno.
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