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Fue uno de mis autores preferidos cuando leía teatro, e incluso llegamos a representarlo. En los 'Dramas del mar y la aventura' Eugene O'Neill ... retrata su pasado cuando se enroló en un barco mercante. Lo hizo en uno de aquellos vapores que navegaban sin avisos de tormentas, y los fogoneros trabajaban en la sucursal del infierno. El marinero Yank, apodado el mono velludo, presumía de su pelo chamuscado para alimentar las calderas. Mezclas de razas y costumbres, definidos por los mutuos insultos. Allí había gorilas irlandeses, puercos latinos, yanquis ladrones y macacos recién reciclados, todos navegando en el mismo barco y sufriendo las mismas penurias.
Pero en las noches de mar en calma quedaba algún tiempo para soñar, respirando el aire fresco desde la cubierta. El marinero Olson, oriundo de Noruega, que entonces era un país lleno de pobreza, fumaba de su pipa predicando la utopía al coro que escuchaba la oratoria. Desembarcaría en un fiordo, para caminar hasta aquel pueblo perdido en la orilla del Atlántico. Con el dinero ganado golpe a golpe, tormenta a tormenta, guardado en la bolsita de piel de reno, pegada a su pecho, compraría aquella casa soñada de la colina. Al marinero Olson le robaron su dinero cuando caminaba por una calleja oscura. Todo lo que había juntado durante años como una hormiga, pasó en un instante a las manos del ladrón. Para Olson, seguir viviendo significaba volver a embarcarse, si algún patrón aceptaba a un viejo roído por la mar.
La utopía la explicó hace muchos años Tomás Moro. En los siglos XVIII y XIX algunos filósofos abrieron las puertas para que los políticos la pusieran en marcha. Las máximas filosóficas, camino de la utopía, desembocaron en la guillotina, y el propio Voltaire, discípulo de los jesuitas, no cumplió la regla ignaciana de que al poner un niño en mis manos se asegurará la religión de un hombre. Pero fue en la primera mitad del siglo XX cuando los iluminados aceleraron la búsqueda de ese mundo feliz. Para ello había que sustituir a los dioses por líderes de igual poder. Éstos enseguida se dieron cuenta de que su misión era convertir a los hombres en siervos. Eso sí, haciéndoles ver que eran siervos felices. Para ello Aldous Huxley en 'Un mundo feliz' recurre a la formación de individuos por castas en probetas de laboratorio. Hombres con inteligencia de niños, para vivir jodidos, pero contentos. Lo que ocurre es que la novela de Huxley fue escrita en 1931. En el prólogo para nuevas ediciones ya se habían producido hechos como la derrota del nazismo y las bombas nucleares sobre Japón. Al profético escritor no le dio tiempo a ver la caída del Muro de Berlín, y parecía que se estaba equivocando su vaticinio cuando en los años noventa se atisbaba que el mundo podía vivir en paz. No fue así, ni mucho menos, como puede comprobarse en los tiempos que corren.
Aldous Huxley opinaba que la energía nuclear era la gran esperanza, si se usaba para causas pacíficas, y la sensatez frenaba la autodestrucción. No obstante, tanto él como George Orwell volvieron a acertar con el resurgimiento de la demagogia y las promesas de la utopía.
De nuevo nos topamos con el siervo contento, embaucado por el líder con la ayuda necesaria de periódicos, radios y televisiones, fieles o compradas. De ese modo, el líder, sabedor de la lealtad de los siervos, hasta puede dedicarse a meterles mano a las siervas. O comprarse un chalé diciendo que lo hace por el bien de la humanidad.
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