Premisa distópica
José Busto
Lunes, 5 de mayo 2025, 02:00
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José Busto
Lunes, 5 de mayo 2025, 02:00
El apagón de la semana pasada nos aflojó el estómago e hizo temblar por unas horas nuestra salud mental. Solo un poquito, no lo niegues.
Por la tarde me acerqué al único supermercado con luz en Avilés. Según me explicó el vigilante de seguridad, tras la pandemia, invirtieron mucho dinero en generadores autónomos. Ya sabes, me dijo, por si acaso y tal. Me encontré estanterías vacías, cajeras con los nervios en carne viva, clientes bugueados preguntando por quinta vez si quedaba pan y si hornea rían más antes de bajar la persiana. En fin, lo que viene siendo un déjà vu de las horas previas al confinamiento.
Cuando se reestableció la energía, ya en casa, frustrado porque ni me dio tiempo a comer las galletitas de sésamo y centeno en las que nadie más parecía estar interesado en el súper, se me ocurrió una premisa para una obra de teatro. ¿Qué pasaría si tras un apagón inexplicable cualquier rastro de enfermedad mental o padecimiento psíquico se hubiera evaporado para siempre?
El derrumbe sería multimillonario. Empezando por la industria farmacéutica. Perdería billones en capitalización bursátil debido a un modelo de negocio basado en la recurrencia del síntoma. Sin pacientes crónicos no hay mercado. Al mismo tiempo, el engranaje productivo, acostumbrado a apretar las tuercas a los trabajadores con el miedo al despido, crujiría como un motor sin aceite. Evaporadas la angustia y el miedo, la gente descubriría que trabajaba para que la rueda del capital y el consumo siguiera girando, cada vez más enfermos, y no por vocación o realización personal.
Podrían darse dos reacciones simultáneas y opuestas. Por un lado, una deserción masiva de la fuerza laboral en busca de un oficio que llenara de sentido su corazón. Después de todo, la vida son dos días y nunca se sabe lo que va a pasar. El PIB dejaría de ser una brújula sagrada. Por otro lado, la irrupción de millones que hasta entonces estaban fuera del circuito laboral. Ese ejército repentino pulverizaría los datos de desempleo, pero también los salarios. En la lógica neoliberal, cuando el número de aspirantes se dispara, el precio de cada hora de trabajo cae en picado. Deflación salarial exprés lo podríamos llamar. Y quien rinda solo al 90 % parecerá sospechoso. La ansiedad, que funcionaba como fusible, ya no salta. Curamos la mente y enfermamos el trabajo, que se descubre tal cual es: una máquina de producción psicópata e inhumana.
Aunque la enfermedad se esfume, si la estructura que la engendra sigue intacta, nada cambiará. Sustituirá la amenaza del estrés por la de la irrelevancia, exigiéndonos sonreír a pleno rendimiento como condición para conservar la silla. Mientras los turnos rotatorios, la temporalidad crónica y el culto a la productividad sigan dictando nuestro horario biológico, la neurosis encontrará sin problema otra rendija por donde colarse.
Domesticar la ambición será la próxima batalla. Más difícil que inventar el antidepresivo perfecto y tan encarnizada como resistirse a unas galletitas de sésamo y centeno que ni quería ni necesitaba.
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