Todo el mundo ha fantaseado alguna vez con ser invisible. Por el atroz amor romántico, por venganza contra los que te machacaban en el colegio, ... por hambre de gloria deportiva, por arritmias cardiacas o por simple depravación sexual. En mi caso, de pequeño, yo quería ser invisible para que los perros no ladraran cuando me veían bajar a escondidas por el camín de Caramés, Quintueles, decidido a acariciar el lomo de las vacas que pastaban en el prau.
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Más allá de la fantasía, hay formas de invisibilidad que son reales y muy injustas. Por ejemplo, la invisibilidad de los que hacen su trabajo fuera de los focos. Es habitual un sesgo clasista que patrocina la idea de que si un trabajo no se ve es porque tiene poco valor y, por lo tanto, es prescindible. Pero ese tipo de trabajos suelen ser como el oxígeno, sólo te acuerdas de ellos cuando falta y empiezas a quedar cianótico. Si todo parece sencillo, es porque alguien sudó la camisa por adelantado.
La primera vez que pisé el Teatro Palacio Valdés fue en el 94 para ensayar un papel como figurante en una ópera. Me presenté allí como media hora antes con la intención de explorar el teatro. Fui de un lado a otro como si me perteneciera y cuando me disponía a cruzar la puerta que comunica el escenario con el pasillo de los palcos, una voz demiúrgica me gritó que tuviera cuidado. Era la voz de Laureano, uno de los técnicos legendarios, ya jubilado, y el paisano que mejor proyectaba la voz en aquel teatro. Yo era un joven impetuoso que no tenía cuidado con nada, cuidado y una mierda, pensé, a mí no me para ni dios. Y me estampé contra el dintel de la puerta con el resultado catastrófico de cuatro puntos y una bonita cicatriz en la frente para la posteridad. Cuidado con la cabeza, chaval, con la cabeza, me dijo Laureano mientras me auxiliaba.
Javier, Arturo, Olegario, Chus, Laureano, y alguno más que seguro dejo en el teclado, no son los típicos técnicos que levantan muros reptilianos para aislarse del equipo artístico de las compañías. Estos son de la buena vieja escuela. Han hecho teatro toda la vida. No llegaron al edificio, llegaron al Teatro, con mayúscula, no sé si me explico, y lo viven con vocación casi religiosa y puro amor por las artes escénicas. Su implicación es su marca personal y es inquebrantable. Para ellos no es un empleo, es su vida. Por eso, para tantas hornadas de intérpretes salidos del ITAE, como yo, pisar el Palacio Valdés era cumplir un sueño.
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Estos buenos muchachos se lo ganaron a pulso. Supieron perfeccionar con los años el antiguo arte de estar sin estar, como los ninjas, cuyo rasgo distintivo era el sigilo del gato, la ausencia de noticias y que todo sucediera con la exactitud de un eclipse solar.
Durante una función, sólo los iniciados oímos la música de los herrajes, la síncopa de la polea y el jazz del cable que no debe rozar las varas. El escenario es un iceberg, y hay que tener mucho oficio para no reventar el trasatlántico con él.
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Sirvan estas líneas de merecido homenaje al equipo técnico del Teatro Palacio Valdés. Sin ellos, su actual gloria no sería completa.
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