Espectáculo inesperado
José María Ruilópez
Escritor
Viernes, 24 de mayo 2024, 15:44
Dentro de la exhibición de las Fuerzas Armadas españolas, en la tarde del jueves 23 de mayo, la playa de San Lorenzo ofreció un espectáculo ... fuera de programa. A la presencia en lontananza de siete barcos de guerra de diferentes categoría, encabezado por el portaviones «Juan Carlos I» se unieron dos lanchas anfibias que al modo del desembarco de Normandía en la Segunda Guerra Mundial dejaron sobre el arenal cuatro carros de combate de ruedas, hay otros de oruga. El caso es que estos carros, de gran movilidad, llevan unos conductores expertos que maniobran con mucha destreza, pero con un ápice de novatada.
Al poco de ser desembarcados, uno de los carros, tras varias vueltas de exhibición, pasó por una zona de la arena húmeda y removida y al llevar poca velocidad, de repente se paró. El conductor hizo lo que haría la mayoría de conductores de vehículos de cuatro ruedas, tanto civiles como militares, es decir, acelerar para salir del atasco, pero cuanto más aceleraba con la tracción a las cuatro ruedas más se enterraban, hasta tal punto que las ruedas quedaron con la arena húmeda que les llegaba por encima del eje, llegando a quedar el carro reposando sobre su chasis. Todo parecía normal cuando eran las cuatro del tarde. Soplaba una brisa fresca y el sol zanganeaba entre nubes dispersas. La ciudadanía se había acercado a la barandilla de El Muro a ver las maniobras. Al principio eran unas cuantas personas entre cada tramo de escalera, luego fueron acumulándose a la altura de la once donde el tal carro se había quedado atascado. Casi nadie pensaba que aquello iba a ser el gran espectáculo de la tarde.
Pasó la patrulla Águila y sólo algunos les hizo caso. Merodearon un par de helicópteros y lo mismo. La diversión estaba en el carro de combate. Porque los otros tres vehículos similares que lo acompañaban se pusieron manos a la obra para sacarlo del atolladero. Uno daba vueltas alrededor de él como investigando por donde sería mejor atacar el desaguisado. La gente empezaba a nutrir la barandilla hasta formar dos o tres hileras, las cámaras de fotos con teleobjetivos y los teléfonos móviles buscaban el ángulo apropiado para captar cómo los siete militares se las iban a ingeniar para sacar al compañero, el cual se asomaba por la escotilla superior como si fuerza un náufrago en el desierto. Al cabo decidieron coger unas eslingas para remolcarlo tirando con uno de los carros. Ni con esas. Varios intentos y ni un centímetro. Había pasado ya más de una hora. Se pueden imaginar los comentarios de los contribuyentes: «algunos de esos pasará a ser oficinista lo que le queda hasta la jubilación, van a rodar cabezas, menos mal que no hay enemigo real». El clásico humor nacional.
Hubo un momento en que los siete hombres se arracimaban para discutir sobre el asunto, la distancia y el oleaje, que casi llegaba hasta el carro siniestrado, impedían escuchar los diálogos. Tampoco se veían los distintivos del rango de mando, porque los trajes de faena no son como los de paseo. Seguro que no estaban tratando de que hay por lo menos tres clases de arena en la playa: la húmeda y dura por la que se puede rodar relativamente bien. La muy seca por la que se ruega pero manteniendo velocidad para evitar atasco. Y la húmeda y apelmazada que es la que nos ocupa. Habían pasado ya tres horas. Los comentarios de los ciudadanos pasaron de las bromas al recochineo. Algunos ex militares a mi lado parecían los más acertados en las opiniones, incluso los conductores veteranos, la mayoría de los que estábamos allí, coincidíamos en que la forma de sacar el carro (parecido al URO VAMTAC), era algo tan sencillo como coger unas palas y empezar a quitar arena delante de las cuatro ruedas, luego poner unos tablones o unas piedras para hacer una leve rampa, y el carro saldría, podríamos, decir por su propio pie. Pero debe ser que las palas son herramientas demasiado elementales para llevar en un carro de combate blindado de 2 o 3 Tm. que es capaz de disparar fuego real.
Muchos recordamos nuestros años infantiles con la paleta de metal rojo y mango de madera. Por los gestos de los militares se deducía la desesperación, y todos esperábamos el izado de la bandera blanca para que nos enteráramos de que se rendían incondicionalmente, y el carro dormiría allí, se supone que escoltado por algún militar. Menos mal, no había enemigo. Según me contaron a la mañana siguiente, uno de los militares responsables tuvo que pedir auxilio al ayuntamiento, que envió un tractor y sacó el carro cuando eran las nueve de la noche. El gran cantante, ya fallecido, Manolo Escobar, al fin, descansó.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión