Cuando el silencio se hace cómplice
España necesita ya una Ley Integral contra el Acoso Escolar. Una norma firme, con consecuencias reales, que proteja a la víctima y responsabilice a quien mira hacia otro lado
Hace unas semanas, un grupo de padres se plantó frente al Congreso para pedir algo tan elemental como una ley que proteja a sus hijos ... del acoso escolar. Llegaron de toda España. Venían con fotos, con pancartas y con la voz rota. Entre ellos se encontraba la familia de Sandra Peña, una joven sevillana que decidió quitarse la vida tras años de humillaciones. Y mientras los congregados reclamaban amparo, dentro de la Cámara se hablaba de cualquier cosa menos de ellos. Ningún representante salió a recibirlos. Ninguno.
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¿En qué clase de país vivimos cuando los padres que han perdido a un hijo deben acampar frente a la sede de la soberanía nacional para ser escuchados? Lo digo con conocimiento de causa. Hace más de treinta años yo también fui víctima de acoso escolar. Sé perfectamente lo que es sentirse solo, señalado, invisible. Sé lo que es mirar a un adulto y no encontrar respuesta. Sé lo que es entender, demasiado pronto, que el silencio duele más que los golpes.
Treinta años después, y tras una década defendiendo en mi despacho a familias destrozadas por el acoso en el ámbito educativo, puedo afirmar algo que me avergüenza decir como ciudadano y como jurista: no hemos avanzado nada. Nada. El país que presume de digitalización y de leyes de vanguardia sigue sin una norma que proteja de verdad a sus niños. He acompañado a padres que me han entregado carpetas enteras de correos, informes psicológicos, denuncias, certificados médicos. He visto a madres pedir auxilio mientras la administración les contestaba con silencio o con burocracia. He representado a menores que han intentado quitarse la vida y a otros que, simplemente, han dejado de hablar. Y he tenido que escuchar, en demasiadas ocasiones, que «no hay base jurídica para actuar».
Mientras tanto, los responsables políticos legislan sobre nimiedades, discuten por cuotas y titulares, y se olvidan de lo esencial: la infancia, que debería ser sagrada. Lo diré con toda la autoridad que me dan los años de ejercicio profesional: España necesita ya una Ley Integral contra el Acoso Escolar. Una norma firme, con consecuencias reales, que proteja a la víctima y responsabilice a quien mira hacia otro lado. No hablo de campañas de sensibilización ni de carteles con mensajes bienintencionados. Hablo de una ley con dientes.
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Una ley que obligue a los centros educativos a actuar en un plazo máximo de 48 horas cuando se denuncie un caso de acoso. Que establezca responsabilidad administrativa para los directivos que no lo hagan. Que cree una autoridad independiente que supervise cada caso y garantice que la víctima no queda sola. Y que ofrezca atención psicológica y jurídica inmediata a las familias afectadas, con fondos públicos.
El acoso escolar no constituye un conflicto menor entre adolescentes, es una forma de violencia que deja secuelas irreversibles. Y cuando termina en suicidio, es un fracaso colectivo. Cada caso que termina así debería sacudirnos como sociedad, pero lo que ocurre es lo contrario: el tema desaparece del foco mediático en cuestión de días y las instituciones retoman su agenda.
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Yo no puedo —ni quiero— acostumbrarme a esa indiferencia. Y no lo haré. He visto demasiados expedientes dormidos en los cajones de la Administración. He visto cómo los colegios trasladan al niño acosado en lugar de apartar al agresor. He visto cómo se invierte la carga de la culpa: cómo se señala al que denuncia. Por eso escribo hoy desde la doble mirada de aquel niño que sobrevivió al acoso y del abogado que lleva diez años viendo cómo el sistema repite los mismos errores una y otra vez.
Y es indignante constatar que tres décadas después seguimos sin una respuesta legal contundente. No es posible que un país que aprueba leyes sobre movilidad eléctrica o sobre 'influencers' digitales sea incapaz de hacerlo con una ley para proteger la vida de sus menores. No es una cuestión ideológica, es una cuestión moral. El acoso escolar no distingue clase social ni territorio. He defendido casos en colegios públicos, privados y concertados; en Euskadi, en Madrid y en Andalucía. En todos, el patrón se repite: los centros niegan, las administraciones dilatan, la víctima se hunde y el tiempo se agota. Hasta que un día los padres ya no tienen hijo al que defender. Y entonces llegan los minutos de silencio. Y otra vez el silencio se convierte en cómplice.
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A los diputados que no tuvieron la decencia de salir a escuchar a esas familias, les digo algo muy simple: ustedes no tienen derecho a mirar hacia otro lado. Si no tienen el coraje de escuchar a unos padres que han perdido a su hija, renuncien a su escaño. Porque la política que no protege a los niños no sirve a nadie.
Y a las familias que se manifestaron, mi respeto absoluto. Ustedes han hecho más por la protección de la infancia en un día que muchos políticos en una legislatura entera. Cuenten conmigo. Desde la tribuna, desde los tribunales o desde donde haga falta, seguiré poniendo voz a los que no la tienen. Porque el tiempo del silencio se ha acabado. Es hora de legislar. Es hora de proteger. Y es hora, de una vez por todas, de romper el miedo.
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