A jugar
Con la pandemia comenzaron a salir balones, aros y porterías hechas con mochilas. El escenario me resultaba extraño, como si un bebe gigante se hubiera ... dado un atracón lúdico. Sin entender del todo, iban pasando los días de encierro y cuando las horas permitidas nos dejaban echarnos a la calle, grupitos infantiles rompían la tranquilidad en mil pedazos; el ritmo del confinamiento volvió habitual la imagen, con toda la infancia del vecindario decidida a apropiarse del espacio y del tiempo, saltando, gritando, dando vueltas como posesos en busca de aire. El juego ha sido una de las pocas cosas buenas que ha traído la pandemia. En mi portal, los teléfonos móviles y las tabletas se han quedado unos sobre otras esperando turno, ahorrando batería encima de las escaleras mientras sus pequeños dueños echan un partidillo con pelotas de playa. Si se fijan bien, no hay acera que no tenga algún guaje descubriendo el mundo sobre dos ruedas, o sobre cuatro. La neurociencia ha comprobado que jugando nuestro cerebro hace mejores conexiones, que las neuronas se activan porque nos activamos y porque, sobre todo, lo hacemos con esa ligereza propia de quien juega. Por si fuera poco, el juego tiene valor adaptativo, valor de aprendizaje. El cerebro se recrea en nuestro recreo y rinde al máximo aun cuando a nosotros solo nos parezca que estamos lanzando un tiro imparable. Los expertos señalan, además, que jugar es el camino para desarrollar comportamientos sociales más complejos como la cooperación y la empatía que eso requiere.
Dice John Cleese, uno de los miembros de Monty Python, que, si quieres trabajadores creativos, debes dejarlos jugar. Ojalá sea el juego la única secuela de la pandemia.
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