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La deriva de la política industrial europea es tan esquizofrénica como suicida. Como ejemplo, la directiva Clean Air For Europe (CAFE) que entró en vigor ... el 1 de enero y que establece la media de emisiones de los vehículos fabricados en Europa en 93,6 gr/km, un 15% menos respecto a la normativa anterior, del año 2020. La sanción por el incumplimiento de esta directiva obligará a los fabricantes europeos a desembolsar una multa de 95€ por cada gramo de exceso sobre dicho límite de emisiones, exponiéndolos al pago de unas sanciones que los analistas del sector cuantifican entre los 10.000 y los 16.000 millones de euros. Huelga subrayar las consecuencias que dicha normativa, y la imposibilidad práctica de cumplirla, acarrearán para la inversión y el empleo de un sector que aporta el 6% de los puestos de trabajo de la UE y el 7% de su PIB.
Pero en un giro aún más kafkiano, el mecanismo de alivio propuesto por Bruselas prevé que los fabricantes continentales puedan adquirir los denominados bonos de emisiones, que aboca a marcas como Volkswagen a pagar 1.500 millones de euros a su competidora china, BYD, para adquirir de ella los créditos de emisiones necesarios para reducir las sanciones. En otras palabras, Bruselas pretende limpiar el aire europeo a costa de beneficiar a Pekín y Washington (Tesla y Polestar son otras de las compañías beneficiarias de la venta masiva de bonos de emisiones a los fabricantes europeos), diseñando una normativa y un sistema de sanciones multimillonario que eliminan de un plumazo las ventajas competitivas de los fabricantes locales, al tiempo que les hace pagar miles de millones a sus competidores a costa de su propia capacidad de inversión e innovación.
Recién estrenada la directiva CAFE y cuando sus devastadores efectos empiezan a hacerse inevitablemente evidentes, la Comisión Europea presenta el Acuerdo Industrial Limpio, que a falta de conocer sus últimos detalles, evidencia tres carencias de calado: por un lado la cuantía, con Bruselas anunciando que movilizará 100.000 millones de euros que suenan a mucho, pero que en realidad es muy poco dinero cuando lo que se pretende es una revitalización del tejido industrial a nivel continental. En segundo lugar, su exceso de optimismo, al convertir el hidrógeno verde, una tecnología hoy por hoy experimental, en la punta de lanza de la estrategia de descarbonización del bloque. Y, por último, por su dirigismo. Más que escuchar a la industria, y permitir que sean las empresas sobre el terreno las que definan sus prioridades y necesidades de inversión, Bruselas -o sea, los políticos- decidirá el qué, a quién y el cuánto, dejando la puerta abierta a las mismas ineficiencias y arbitrariedades burocráticas que hacen que la UE se haya convertido en una máquina de quemar dinero a cambio de una productividad obstinadamente menguante.
No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que el Acuerdo Industrial Limpio, al igual que el CAFE, sólo supondrá otro paso hacia el desastre si no se escucha a la propia industria y si no se le da margen para hacer lo que mejor sabe: definir sus prioridades y asignar con eficacia los recursos necesarios para hacerles frente.
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