Hay una carta para ti
El otro día vi en algún sitio una prueba que hacían a unos chavales de la ESO. Les daban un sobre de carta y les pedían que escribieran el destinatario, el remitente y que pusieran el sello. La mayoría no fue capaz de situarlo
El paso del tiempo, implacable y feroz, se encarga de ir condenando al olvido aquellos elementos y situaciones cotidianas que parecían destinadas a permanecer para ... siempre, inmanentes a nuestra propia esencia de humanos.
La lista de todo lo que parecía tan sólido y ha ido cayendo, arrinconado y con la etiqueta de inservible, es demasiado larga, pero es que el otro día vi en algún sitio una prueba que hacían a unos chavales de la ESO. Les daban un sobre de carta y les pedían que escribieran el destinatario, el remitente y que pusieran el sello. La mayoría no fue capaz de situarlo. Ya, ya sé que a cambio mucho septuagenario no sería capaz de hacerle una consulta a chat GPT con éxito, pero de eso no estamos hablando ahora. El caso es que las cartas forman parte de esa especie en peligro de extinción que con su desaparición se llevan consigo un tiempo y una forma de vida en que por mucho que ahora nos cueste entender, éramos capaces de adaptarnos a los ritmos que marcaban los servicios de correos, los trenes expreso en los que viajaban, los repartos más o menos diligentes. Escribíamos cartas y las recibíamos, y las noticias, las novedades familiares, las pasiones encendidas y las rupturas amorosas viajaban despacio, hacían noche (varias noches) y llegaban por fin, sin que la urgencia hubiera causado grandes estropicios en quien aguardaba, porque la vida era así, los ritmos eran esos, y las peleas de enamorados, por ejemplo, se diluían de tal manera que para cuando llegaban al destinatario ya había dado tiempo a los dos a arrepentirse: a uno de lo que lo hubiera provocado, y al otro del reproche efectuado. Pero tampoco importaba porque se sabía que así era el tiempo, así era la espera, y las palabras escritas en aquellos papeles rayados, en las hojas arrancadas de un bloc, viajeras y verdaderas acompañaban durante días, generaban una respuesta que a lo mejor ya no tenía nada que ver con el sentimiento que la había provocado. Y las cartas se guardaban. En una caja de lata del colacao, en ocasiones, o envueltas con un lazo de raso. Y se leían muchas veces.
Ha caído en mis manos un libro publicado recientemente ('El encantador arte coreano de escribir cartas') y he disfrutado leyendo la increíble y real historia de alguien que en el propio Seúl ha montado una tiendecita en la que exclusivamente se venden artículos para escribir cartas: plumas, bolígrafos, papel, sobres, incluso sellos. Y además ofrecen un espacio, unas mesas, para escribir cartas allí. Y, ¿saben qué?, tiene muchísimo éxito. En la tecnológica Corea del Sur, quién sabe por qué razón, aunque me atrevería a decir que justamente por ello, hay mucha gente que ha recuperado el placer de escribir una carta sin tiempo, sin la premura de los mensajes de whatsapp o los mails cada vez más cortos y funcionales. Y a mí, de pronto, me ha entrado una nostalgia terrible de cartas escritas a mano, de palabras deslizándose por un papel sin prisa, entrañables y generosas, porque una carta que nos llega de quién sabe qué lugar, no es solo una comunicación: es el regalo de unas horas, de un pedazo de quien escribe, tan distinto a cualquier otra forma de hacer llegar pensamientos. En la caligrafía (buena o mala, que eso no importa) de quien escribe una carta, anida siempre el deseo de romper la barrera invisible del tiempo.
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