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Murió el Papa y el mundo se paralizó o, al menos, se tranquilizó por un rato. Trump aparcó su guerra de aranceles, China sus 'y ... yo más', y hasta Israel dejó de bombadear Gaza. Estos días asistimos a un respiro mundial. Y tiene gracia, porque eso fue el Papa Francisco, un respiro dentro de la propia Iglesia. Jorge Mario Bergoglio, nacido en el modesto barrio bonaerense de Flores, no olvidó jamás sus raíces, de 'ese fin del mundo' a donde lo fueron a buscar. Es cierto que durante su papado no visitó su país, pero llevó a Argentina a los altares, exhibiendo su espíritu futbolero, cogiendo un mate, una camiseta de la selección o una bandera celeste y blanca en las populosas audiencias en la plaza de San Pedro. Al Papa no le importaron los insultos que le infirió Milei, que en su carrera presidencial lo definió como 'el representante del maligno en la Tierra'. Francisco le acabó perdonando «porque todos tenemos pecados de juventud», confesó este sábado Milei minutos antes del multitudinario funeral.
A Francisco lo intentaron denostar llamándole comunista por defender la justicia social, peronista por su pasado como cura villero (las llamadas 'villas miseria' de Argentina), revolucionario por luchar contra los corsés del Vaticano y hasta oveja negra y hereje por plantarle cara a la pederastia en la Iglesia (aunque, esto último, sin mucho éxito). Entró como 'cuervo', pero marchó dejando vientos huracanados. Ayer fue despedido con aplausos mundiales, pero con Trump mascando chicle. Milagros, los justos.
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