Dos horas, de 12 a 14 de un martes cualquiera, como el de ayer. El sol de otoño invita a pasear, así que gafas de ... sol y playeros para disfrutar de los 25 grados que promete el termómetro que se broncea en plena avenida de la Costa. No llevo ni tres minutos caminando cuando veo el Museo Piñole. Me meto en el antiguo Asilo Pola, tan de moda. «La entrada es gratis», me dice tras la taquilla mi anfitrión. Recorro las familiares salas, con retratos de parientes y amigos del pintor, sus objetos personales, paisajes de Gijón. Le envío a Ramón Lluís Bande una 'Vaca mugiendo entre ruinas' que se muestra en un bloc de notas. Saludo a un vigilante de sala que, desde una esquina, me sonríe. Soy el único visitante hasta que me voy, media hora después. Paradita para el café. Dos perros, uno minúsculo, otro grandote y peludo, se enzarzan a ladridos. «No deberían estar en una cafetería», reprende una señora a sus dueños. Llego a las 13.15 horas al Barjola, a ver las fotos de Manu Brabo. «Cerramos a las 13.30», me advierten. Recorrido exprés mientras una pareja discute ante una imagen de un Cristo –explica la cartela– vandalizado en Oriente próximo. «Tiene que ser mentira», le dice él con acento árabe. El Revillagigedo cierra a las dos. Veo en media hora los 80 cuadros de la colección Unicaja. Le mando foto del de Úrculo a su sobrino Edu y a Tama –¿Lo podrá ver ya Noa, que ya ha cumplido un mes de vida?–. «¡Qué explosión de colores!», me responden al otro lado del wasap. Después, a ver el mar desde el Muro. Dos horas, es todo lo que se necesita.
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