Hay verdaderos forofos de la técnica. Si tienen delante un instrumento mínimamente tecnológico, pierden el sentido. Se quedan embobados ante cualquier pantalla. En sus luces ... y sonidos encuentran un anuncio de la plenitud. Les pirran las máquinas, la capacidad de cualquier cacharro, que parecen considerar infinita.
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No hay quien se sustraiga al reclamo de la tecnología. Hace poco, escuché cómo un insigne académico vaticinaba que, en un futuro próximo, las máquinas escribirán buenas novelas; novelas, decía, que competirán con las de los grandes escritores. Un mañana, pues, en el que los grandes libros estarán amenazados por algoritmos aún más creativos que el hombre. Lo que no aclaró el académico es si la informática sustituirá también a los académicos.
Es fácil encontrar espacios libres de humo, pero es difícil hallar espacios libres de esta fascinación maquinista. En el despacho, tuve la ocasión de charlar con un empresario dedicado a la robótica. Me expuso su tesis. Es fácil de resumir: los robots lo podrán todo. No era el momento de polemizar, pero tampoco quise quedarme callado ante semejante exceso, y, con un punto de dignidad herida, eché mi cuarto a espadas. «A ver, un robot nunca podrá, por ejemplo, amar como una madre ama a un hijo». Mi interlocutor replicó al instante, muy convencido: «Es cuestión de tiempo». La réplica la hizo, claro, aprovechando que su madre no estaba presente.
El caso es que nos encandila la razón instrumental. Las máquinas calculan y computan con una velocidad que nuestra inteligencia jamás tendrá. Pero la inteligencia es otra cosa; es más que el mero cálculo. Una 'razón ampliada' nos hace ir más allá de los datos, para abordar otras cuestiones que no son susceptibles de una respuesta matemática. El artista busca la belleza, no la precisión. Y quien ama de verdad no lo hace para alcanzar una exacta justicia de equilibrio (tanto recibo, tanto doy), sino que, guiado por una razón más poderosa, se excede gustoso, sin llevar cuenta. Los afectos rebasan las previsiones económicas. Algo, ciertamente, que un robot jamás podrá entender. Como no comprenderá qué quiso decir Pascal con aquello de que «el corazón tiene sus razones que la razón no entiende». Una máquina es un instrumento extraordinario, pero no es 'cuestión de tiempo' que sepa amar y conocer personalmente. Eso solo está al alcance de las mujeres y de los hombres (académicos y empresarios de la robótica incluidos). Para poner toda la carne en el asador -que eso es vivir- hay que ser de carne y hueso.
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Nos entusiasma la técnica porque nos ofrece una seguridad aparente. Pero en las relaciones personales no hay certezas de tipo geométrico. A veces, hasta la confianza se defrauda. Por más que se empeñe la tecnología, vivimos en un mundo de promesas infinitas, de aventura y de riesgo. Lo que nos pasa es que, como dijo John Henry Newman, tenemos un corazón tan frío que se queja de que le digan cosas misteriosas.
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