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No saben cuánto me cuesta escribir este artículo. Como se pueden imaginar, recordar las condiciones en las que ha muerto una persona querida no resulta demasiado agradable. Pero considero que es mi deber hacerlo para alertar a la ciudadanía de Gijón de lo que está pasando con su servicio de paliativos a domicilio.
Lo que les voy a contar es una historia horrible y triste, que parece sacada de otros tiempos, pero que acaba de suceder en esta ciudad. Y le acaba de suceder a una persona muy querida por mí, mi prima I. No voy a entrar en detalles ni sobre ella ni sobre su enfermedad. Eso no es lo importante aquí. Lo único importante es que I. ha muerto recientemente después de tener que soportar durante cinco semanas unos dolores terribles -de los más penosos de entre todos los penosos- sin que el Equipo de Soporte de Atención Domiciliaria de Gijón (ESAD) apareciese.
Cuando a principios de diciembre su especialista nos dio el diagnóstico fatídico y pasó su paciente a manos del ESAD, todos nos sentimos tranquilizados en medio de la conmoción: I. podría pasar sus últimos días en casa, sin angustia ni dolor, bien cuidada. Confiábamos plenamente en ese servicio de cuidados paliativos, que goza de una gran reputación. Sabíamos que sus profesionales están muy bien formados y que suelen tratar con mucha empatía tanto al enfermo como a sus familiares, algo que debería ser fundamental en la medicina y que lo es aún mucho más en los momentos finales de la vida.
Nuestra primera sorpresa desagradable fue descubrir que existía una lista de espera para el ESAD. ¿Lista de espera para los cuidados paliativos…? ¿También en esa situación que no admite retraso ninguno, y en la que los días se vuelven infinitos? La idea nos resultó estremecedora, aunque recuperamos algo de serenidad cuando el especialista nos hizo saber que solo había una persona por delante de ella y que habría que esperar quizá una semana o diez días. Demasiado tiempo para alguien a quien le queda poco de vida, pero no quedaba más remedio que tomárselo con paciencia.
La peor parte era que, entretanto, sería la familia la que tendría que pautarle las pastillas recetadas por los médicos. Ocuparse de procurarle a una persona analgésicos fuertísimos sin tener ninguna formación es algo espantoso que jamás debería sucederle a nadie, se lo aseguro. Pero hubo que hacerlo, mientras esperábamos el aviso del ESAD.
Lamentablemente, ese aviso nunca llegó. Pasó una semana, y otra, y otra más, y el equipo de paliativos no aparecía por ningún sitio. Mi prima, mientras tanto, padecía cada vez más, y sus familiares más cercanos sufrían intentando calmarla con lo único que los médicos habían puesto a su alcance y que, obviamente, no era suficiente.
El Centro de Salud y el médico de cabecera no quisieron hacerse cargo de la situación: nadie visitó a I. en su casa, ni en los peores días. El Servicio de Atención al Usuario de Cabueñes también se lavó las manos, ofreciendo, eso sí, impactantes justificaciones del retraso: para empezar, la lista de espera no solo no había disminuido en tres semanas, sino que había aumentado a dos pacientes: alguien se había colado ahí, aunque nunca podremos saber cómo ni por qué.
Pero, sobre todo, Atención al Usuario nos dio a conocer la razón fundamental de este desastre: el ESAD solo está compuesto por dos equipos de dos personas cada uno. Dos médicas o médicos y dos enfermeras o enfermeros para una población de casi 270.000 habitantes. Ese es en estos momentos -ignoro si hubo otros mejores- el aclamado servicio de paliativos de Gijón. Cuatro personas a las que imagino desbordadas. Que lleguen hasta ti cuando los necesitas es o una lotería o un privilegio.
Mi prima no tuvo esa suerte, aunque al menos, al cabo de cinco semanas de infierno, pasó sus días finales bien cuidada en Cabueñes. Otras muchas personas, me temo, estarán padeciendo lo mismo que ella, y tal vez incluso en peores condiciones, más solas, más indefensas. No es admisible. No podemos encogernos de hombros y pensar que eso solo les pasa a otros. O que solo ocurrió esta vez, por casualidad. A cualquiera de ustedes les puede suceder lo mismo (a no ser, tal vez, que dispongan de un canal adecuado para hacerse un hueco urgente en la atroz lista de espera). Cualquiera puede ser víctima de este abandono extremo, que sería fácilmente evitable si los recursos fuesen a donde deben ir o las cosas se organizasen como se deben organizar.
La excusa del covid como justificante de los incesantes desmanes de la sanidad pública nos tiene a todos hartos. Pero este asunto supera incluso esa desoladora realidad: el hecho de que el servicio de paliativos no funcione es no solo un desmán, sino un verdadero crimen. Todos esperamos que cuando llegue nuestro momento final, o el de nuestros seres queridos, seremos cuidados con dignidad, evitándonos el sufrimiento innecesario. La sociedad lo exige, la farmacología lo permite, las leyes lo avalan y, se supone, los gobernantes y los responsables sanitarios tienen que hacerlo posible. Por desgracia, ya lo ven, no siempre es así.
Lo que le ha ocurrido a mi prima es algo tan penoso que no hay manera de explicarlo más allá de la desidia y la desvergüenza -me atrevo a decir- de quienes deben organizar ese sistema. Ni el viudo de I., ni sus hijos, ni sus familiares y amigos deseamos que ninguno de ustedes o de los suyos tenga que volver a soportar una tortura semejante. Y esperamos que al menos este artículo triste sirva para eso.
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