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A todos nos ha pasado alguna vez que tenemos una caja de pastas de té por casa y entre los asaltos nocturnos de los niños, ... alguna visita inesperada, el día que se cae la caja y se parten tres, para cuando llega la suegra a vernos sólo nos queda la birria redonda con la cereza confitada dentro que nos dejará al borde del plato en señal de 'agradecimiento'. O las monedas de céntimo, que juntamos afanosamente para vengarnos del frutero que mete las peores patatas en la bolsa pero vamos perdiendo por los recovecos del sofá. Pues algo así ha pasado con el carbón del puerto de El Musel, que ha desaparecido sin saber cómo ni cuándo. Ciento diecisiete mil toneladas, que le puede pasar a cualquiera, oiga. Lo único malo, que ahora lo reclaman desde Suiza y a ver cómo lo explicamos o, lo que es más difícil aún, cómo mantenemos la EBHI fuera de la quiebra por culpa de esta broma.
Que lo que pasa en esta villa marinera con los barcos y el carbón daba para escribir un tratado, lo sabíamos. Pero no tanto como para escribir un homenaje al genial Ibáñez con montañas de carbón que se mueven solas, barcos fantasma, facturas que no concuerdan con lo trasladado, sellos de cuando reinaba Carolo que vuelven del pasado para refrendar informes, sociedades interpuestas, patrocinios futboleros, tiburones de los negocios, quiebras relámpago e intrigas palaciegas que, como cada vez que hay un desastre por las oficinas de aquellos muelles, pagaremos usted y yo. Claro, mientras el Puerto de Gijón sea algo parecido a un refugio para gestores de lo público caídos en desgracia, lo único que podemos pedir es que no venga una ventolera y se lleve los graneles que queden por El Musel.
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