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Los turistas siempre son otros. Nosotros somos viajeros. Nunca hemos meado una pared en estado de desesperación por no encontrar un váter (o en estado ... de euforia-exaltación de la amistad, vale). Siempre gastamos una pasta en restaurantes y vamos a hoteles como Dios manda, no a las VUT del centro que hacen imposible alquilar en las afueras. No hablamos alto ni, por supuesto, atascamos los puntos de mayor interés para enseñarle a nuestros tres seguidores que tenemos el puñetero selfie para que chinchen y relinchen. Eso son cosas de turistas. Nosotros, somos viajeros.
Los viajeros, en realidad, no existen. Quizá si empezásemos aceptando que el turismo, o el viajar, que en este punto ya da lo mismo, es una actividad invasiva de por sí, nos obsesionaríamos menos por generalizar y más por buscar soluciones a los problemas que puedan venir. Hay turistas molestos en todas partes, pero no todos. Satanizar el turismo como fuente de todos los males es peligroso en las circunstancias económicas de esta villa marinera, epicentro del sector de una comunidad autónoma donde nos ahogaremos antes de llegar a la orilla. La meteorología arruina cualquier previsión de lleno, el funicular de Bulnes se repara tarde y mal, la estación de Valgrande-Pajares no abre no por falta de nieve, sino porque todas las personas que pueden decretar su apertura están en un campeonato de ver quién tiene la baja médica más larga (ni en un tebeo de Mortadelo y Filemón, oiga) o se clausura el Mirador del Fito sin saber si la cinta que evita el paso ha llegado allí sola. El riesgo, al final, es que arruinen el negocio y no que el negocio nos arruine a nosotros.
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