Era temprano, antes de las nueve de la mañana, cuando el otro día, al volver a casa desde el centro de salud, vi un raitán ... que picoteaba en el prau de la plaza de toros, en la zona de la puerta próxima a la entrada al patio de caballos, hoy dedicada a esparcimiento de perros sueltos. Aquel raitán me llevó por el túnel del tiempo a los años cincuenta del siglo pasado.
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Viví siempre, hasta cumplir los 25 años, en la calle de Ezcurdia, a menos de 100 metros del patio de cuadrillas de la plaza de toros. La plaza de toros, hasta la reforma de 1998, menos por la parte de Ezcurdia estaba rodeada de prau, limitado por un paredón en ruinas por la calle de los Hermanos Sánchez del Río, hoy del Pintor Marola, y otro en mejor estado, del que se conserva la puerta de entrada, por la carretera de Villaviciosa (en aquel tiempo avenida de la Liberación). En la parte que es ahora calle del Pintor Carreño Miranda, lindaba con la que fue quinta de Monasterio y el muro de la finca que llamaban del Tenis.
En aquel prau, usado como aparcamiento cuando se celebraba algún espectáculo en el coso, había raitanes. También gorriones y algún verderón y algún chis, incluso algún jilgueru, pero el rey de la fauna con alas era el raitán. Recuerdo los debates sobre la identificación de este vistoso pájaro, en la variedad o clase de raitán moro, que mantenían a veces Gabi (Gabriel Díaz Casielles, que trabajó en el estudio del arquitecto Mariano Marín) y Daniel (Daniel Candón de la Campa, Danny Daniel), entonces dos rapazos ya mayorucos que en la vida en la calle nos tutelaban en cierto modo a los guajes de la vecindad, pero que, naturalmente, no tuvieron la oportunidad de leer entonces a Alfredo Noval, porque el sabio ornitólogo asturiano aún no había dado a la imprenta sus conocimientos.
Aquellos guajes también vimos lechuzas en el interior de la plaza de toros, a la que en cualquier día del año sabíamos acceder furtivamente por la parte superior de la puerta principal, que así se llama la puerta grande del coso gijonés. Aquelles curuxes, aves inquietantes para nuestro ya inquieto espíritu infantil, vivían al fondo de las gradas y andanadas.
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En el prau exterior, además de hierba, había llantaina (llantén) comida -además de hojas de lechuga- que dábamos a los grillos cuando ya los teníamos recluidos en una caja de zapatos con agujeros, después de forzarlos a salir de sus cuevas por el procedimiento de introducir en ellas una paja o, en ocasiones, mediante el recurso de inundarlas con una meada. Nunca supe por qué se transmitía de unos guajes a otros la recomendación de actuar con prudencia en la operación de captura del insecto si se trataba de una hembra. Se atribuían a la grilla peligros inespecíficos, jamás explicados (parece que ahora no hay grillas ni grillos, al menos no se oye -o no lo oigo yo, que en este sentido me encuentro en franca decadencia- su monótono cri-cri en los praos periurbanos).
En aquel prau de El Bibio también había flores y plantas silvestres. Además de fugaces margaritas, crecían espontáneamente las que brotan con asombrosa facilidad en cualquier camino de Asturias, incluidas unas cuyo nombre no recuerdo a las que la imaginación infantil atribuía la condición de alimento de culebres. Pero no había culebres en aquel prau de la plaza de toros de Gijón, no había siquiera sacaveres o escalamuertos. La realidad es que solo se puede decir que había pájaros y flores.
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