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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre la cara de disgusto que llevaba encima una joven amiga, profesora de otra facultad, cuando nos ... encontramos el otro día por la calle. Le pregunté si le pasaba algo y me respondió que sí, que acababa de conocer el resultado de la encuesta general de enseñanza que todos los años hace llegar la universidad de modo particular a cada profesor; y que estaba hundida.
La encuesta es un conjunto de preguntas, más o menos generales, sobre cada asignatura y su profesor que anónimamente pueden responder los alumnos matriculados en ella. Vaya por delante que la encuesta ya no es lo que era, aunque nunca fue del agrado de nadie. Antaño, un encuestador se presentaba en la puerta de tu aula, a la hora de la asignatura, y, tras verificar que los alumnos presentes eran los que habitualmente acudían a clase, repartía las hojas con el cuestionario. Eso le daba cierto marchamo de credibilidad y fiabilidad al resultado, ya que respondían quienes realmente conocían al profesor y asistían a clase y no uno que pasaba por allí, casualmente aquel día, y contestaba sin conocimiento de causa.
Pero, claro, eso debía de costar mucho dinero y la encuesta pasó hace años a ser un formulario digital por cada asignatura que todo alumno que quiera puede responder. Los resultados, como te puedes imaginar, son muchas veces poco significativos, entre otras razones porque solo un porcentaje bajísimo de alumnos responde al llamamiento y porque entre los que lo hacen no es extraño que haya algún cabreado que quiera mostrar su enfado por los motivos que sean. En un océano de respuestas normales, el enfado de un alumno no sería más que una gota que se evapora o se pierde en la inmensidad; ahora bien, cuando, como en el caso de mi compañera, el máximo de alumnos que podían responder era de 17 y los que lo habían hecho eran solo un riachuelo de 4, que uno de esos 4 la hubiera puntuado con un 0 en todas las preguntas le había bajado drásticamente la nota global: la gota se había convertido en un gran iceberg que había alcanzado un altísimo peso del 25% en el conjunto de la valoración.
Pero es que, además, la gota había hecho demoledores comentarios sobre la profesora, los contenidos, los exámenes y otros aspectos, siempre de modo negativo, que no solo revelaban ignorancia de lo que es la universidad, sino, además, un desprecio absoluto hacia el trabajo y capacidad de la profesora; dejaban ver que la gota no era de las, digamos, más aplicadas y que, para colmo, no había ido mucho a clase. La encuesta no tendría mayor trascendencia si se quedara ahí, en una mera hoja de resultados más o menos favorables. Y es verdad que se queda ahí cuando eres veterano y estás en la cima de tu carrera sin otras metas que alcanzar; incluso puedes reírte de esa gota inoportuna, sin darle importancia alguna, porque sabes perfectamente qué la motiva. Pero cuando eres joven, como mi amiga, y estás empezando tu carrera académica; cuando tienes que pasar por distintas evaluaciones, concursos y oposiciones; cuando tienes la obligación de acreditar en cada una de ellas que eres buen investigador y buen docente y esto último se verifica precisamente a través de este tipo de encuestas, un resultado desfavorable tiene mucha importancia, porque puede condicionar tus expectativas de progreso. Así se explica que algunos profesores, pensando más en las encuestas que en la propia materia que enseñan, rebajen sus niveles de exigencia y traten a sus alumnos como si estuvieran en primaria... Y te recuerdo que el actual sistema culpa al profesor del fracaso del alumno y no al alumno, por muy torpe que sea o por mucha indolencia que demuestre.
Por eso estaba mi amiga tan disgustada. La consolé como pude y le di la razón en que el actual procedimiento de encuestas no es adecuado y no tiene en cuenta el esfuerzo que la preparación de una asignatura exige al buen profesor. Lo habitual es que este domine la materia y exponga su ciencia con la mayor honradez posible pues, como decía un viejo maestro mío, no se puede ir a clase a torear sin capa.
Desde luego, el desempeño docente puede y debe evaluarse para ponderar el trabajo del docente y evitar abusos y malas praxis; lo que no puede ser es que la propia evaluación permita malas praxis y dé pie a abusos indiscriminados ante los que no cabe defensa alguna.
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