Plantar cara al propio cerebro
FULGENCIO ARGUELLES
Viernes, 8 de enero 2021, 01:59
El poder de persuasión de esta novela de Marta Carnicero (1974) es notable y uno lee ávidamente esperando conocer algo más sobre sí mismo, sobre ... su futuro, como si uno fuera un lector atolondrado y perdido que se hubiera incrustado en la historia sin darse cuenta y la autora una diestra y creíble echadora de cartas. Al menos son dos las realidades con las que convivimos de manera permanente, por un lado la realidad palpable de lo que vemos y sentimos en cada instante y por otro esa misma realidad memorizada, es decir, la realidad que recordamos. Apenas se producen coincidencias, porque si sentir es interpretar, recordar lo es en una mayor medida. Los hechos sólo pueden ocurrir de una manera, que es la manera en la que ocurren, pero nuestra memoria los guarda después de haberlos pasado por los múltiples filtros de nuestra personalidad y de nuestras circunstancias personales, y algún día los recordamos con grietas que reparamos caprichosamente sobre la marcha, con vacíos que nuestra imaginación o nuestro defectuoso carácter se apresura a rellenar. Coníferas es la historia (hermosamente compleja) de la búsqueda de una identidad. Se trata de una temática constante en la historia de la literatura, pero el acierto de Marta Carnicero está en plantear esa exploración interior en un contexto muy novedoso, tanto que la acción se va hacia un futuro distópico, en el que no sólo el protagonista está inmerso en ese tortuoso proceso de búsqueda de identidad y sentido de la existencia, sino la sociedad misma con sus avances científicos tropezando atolondradamente contra las barreras de la ética. Joel vive en una comunidad idílica en un medio natural excepcional en el que se ha decidido prescindir de las nuevas tecnologías. Él es quien navega como un Ulises aturdido por el tormentoso océano de su memoria en busca del sentido original y último de su vida. No es posible alcanzar la propia identidad si no es a través del otro, como ocurre con el amor. ¿Cómo se planta cara al propio cerebro? Joel intenta hacerlo desde la separación, desde la ruptura, desde el desdoblamiento o la esquizofrenia. A veces el presente dura demasiado, dura tanto como un ascensor estropeado y contigo dentro. El protagonista se mira en un espejo partido en mil pedazos y su tragedia se nos antoja la tragedia de una sociedad que se sube cada día en vertiginosos transportes nuevos pero que no parece saber nada de las estaciones en las que se verá obligado a detenerse, como si el tren de la vida fuera una sucesión de obsesiones sin determinar.
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