Nos gusta inventar monstruos y nos gusta crear héroes. Los primeros para tener alguien o algo contra lo que luchar. Lo segundo, para sentir que ... nuestras luchas, sean las que sean, tienen sentido y que nuestras frustraciones, sean también las que sean, pueden desvanecerse gracias a esa lucha. Esto es más viejo que el propio mundo.
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Nos gusta creernos Quijotes, aunque en la mayoría de las ocasiones no entendamos realmente lo que Alonso Quijano fue e hizo. Para eso hay que ir más allá de las frases típicas que se comparten de forma bastante absurda por las redes y servicios de mensajería, llenando buzones de mensajes presuntuosos con idea de parecer más listos de lo que somos en realidad. Así, luchamos hoy contra molinos, inventados o reales, y mañana contra cualquier otra cosa. Contra ovejas o nubes o nada. Nos da igual. Luchamos sin más porque creemos que debemos hacerlo; porque hay, además, quien nos alienta a hacerlo; porque el mundo nos ahoga y como no sabemos cómo hacerle frente, cómo acabar con la frustración que sentimos, decidimos combatir. ¿Y cómo? He aquí el quid de la cuestión y lo que nos debería hacer reflexionar sobre los caminos que escogemos.
Por un lado, tenemos los que luchan con aplausos, sonrisas y parabienes. Es decir, con mensajes infantiles carentes de lógica en muchos casos, pero efectistas, que llenan de alegría y calman la mala leche aunque sea de forma temporal, pero poco más. Aire. De colores y con purpurina, pero aire. Así, con brillo, no se arreglan los problemas y tampoco se salva el mundo, pero se adorna. Queda muy bonito. Una realidad que solo, iba a decir Disney, pero quizá fuera más acertado decir redes sociales como Instagram, podrían edulcorar aún más.
Otra forma, opuesta a la anterior, es la violencia. Sin miramientos. A por ello. A por todos y para todo. Lo mismo sirve para causas buenas que para causas malas porque, aunque tendamos a ser ambiguos en aspectos sociales, económicos o políticos, todo aquel que tenga dos dedos de frente sabe diferenciarlas. Cuando, por ejemplo, quemamos contenedores y lanzamos piedras a las tiendas de marcas de lujo y luego las saqueamos, no lo hacemos por la libertad. Propia o ajena. Eso es una falacia. Pero nos la creemos y enarbolamos esa palabra, libertad. Libertad que exigimos mientras quemamos, robamos, pegamos, saqueamos... ¡Libertad!, como gritaba William Wallace porque también somos él. Wallace frente al peligro, frente al abuso, frente a la violencia injustificada de otros. La nuestra siempre lo está.
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Libertad de expresión y decisión para, estos días, en algunos países, por ejemplo, no vacunarse. Y vale, tienen derecho a hacerlo, a no hacerlo, a lo que les dé la real gana (prefiero educar a obligar), pero quizá si dejáramos de mirarnos el ombligo, de gritar libertad por cualquier cosa, pervirtiendo como hemos hecho la palabra, y mirásemos un poco más allá, veríamos que mientas en Europa luchamos como si no hubiera un mañana por no vacunarnos, en gran parte del mundo mueren por no poder hacerlo, aunque quieran hacerlo porque realmente ellos no tienen ese mañana. Demagoga, me llamaran algunos, y, francamente, me da bastante igual. Prefiero educar a obligar, pero, no sé, tal vez he perdido la fe.
Somos Quijotes, Ches, Wallaces que luchamos por un mundo mejor, eso nos decimos al espejo cuando nos miramos en él, pero al llegar la madrugada, al regresar a casa, al tumbarnos en la cama mientras en la radio cuentan nuestras hazañas, la sensación de frustración no se extingue y nos preguntamos, aún más frustrados, por qué. La apagamos cuando pasan a relatar cómo en muchos otros países hay miles, cientos de miles de personas muriendo porque no tienen accesos a esas mismas vacunas que nosotros desechamos. Eso ya no nos interesa. Mi libertad. Mi. Yo. Mi ombligo.
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¿Realmente luchamos por la libertad (elijan la causa) o en el fondo, debajo de todo eso, subyace otro motivo? ¿Qué es lo que nos hace sentirnos siempre en constante revuelta por lograr esa libertad? Quizá el problema sea otro. Quizá el problema sea el sistema. Quizá el problema seamos nosotros.
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