Sangre en la escalera
Seguimos sin asumir que el mal absoluto habita entre nosotros, que se puede ejercer a plena voluntad y que hay personas que hacen el mal por el mal mismo, sin otra patología ni retribución
48 peldaños, apenas dos tramos de escalera entre el portal del número 69 de la calle Vázquez de Mella de Oviedo y el piso 1º ... E donde una mala bestia, de nombre Igor, acabó con la vida de Erika Yunga. Un ángel de 14 años que tuvo la mala suerte de vivir con su familia solo tres pisos más arriba que su asesino. La corta distancia entre la vida y la muerte, entre la felicidad sin nombre de los gestos cotidianos y el horror.
Confieso mi culpa, como tantos, soy un consumidor del horror repetido hasta la saciedad en televisiones y periódicos. Un espectador más de la barbarie que entra por los ojos hasta insensibilizarnos como mecanismo de defensa. Pero esta vez es distinto.
Quizás porque todos los que somos padres hemos repetido tantas veces eso de: no vengas tarde, cuídate de las calles solitarias, si vas a volver sola pide un taxi o llámame y te voy a buscar, que al pensar en Erika todos los miedos se han vuelto angustiosamente presentes.
Quizás porque han sido tantas las noches de insomnio hasta escuchar el tranquilizador giro de la llave que no dejo de pensar en el padre que franqueó despreocupadamente la puerta del cadalso a su hija, ¿qué clase de dolor y culpa estará sintiendo?, no soy capaz de imaginarlo. Como tampoco alcanzo a imaginar la angustia del hermano que bajó al portal y descubrió el rastro de sangre en la escalera que se perdía al otro lado de la puerta del piso primero, esos diez minutos eternos sospechando impotente la suerte de su hermana al otro lado de la infranqueable puerta.
Quizás porque el infierno en la tierra que atraviesa la familia Yunga Alvarado se vuelve especialmente injusto si pensamos en una familia venida de Ecuador hace veinte años, convertida en puntal de su comunidad precisamente por su ayuda desinteresada a otros inmigrantes, por su silencioso trabajo para facilitar a otros el pequeño bienestar del que ellos disfrutaban. Y quizás porque las palabras que se le escucharon a René Yunga en el funeral de su hija: «a esa persona yo no le tengo odio», nos permiten ver con claridad el rostro de la piedad, esa clase de bondad tan excéntrica en estos tiempos bizarros.
Ahora que conocemos los antecedentes del asesino saldrán los escrutadores de la culpa buscando en los fallos e insuficiencias del sistema las razones de la muerte de Erika. Saldrán a pedir mayores penas, mayor contundencia en la aplicación preventiva del código penal a policía y jueces, y de su mano todos nos volveremos a conjurar para que una tragedia así no se vuelva a repetir. Todo muy loable, pero en el fondo esos propósitos son la muestra de los límites a nuestra comprensión. Un crimen de esta naturaleza solo puede deberse a que algo ha salido mal, necesitamos acusarnos a nosotros mismos de cometer el mal, asociándolo a un error del sistema que debió anticiparlo, o incluso a un fallo de la razón, justificándolo en instintos, enfermedades o un funcionamiento psíquico incorrecto. Quien ejerce un mal así o tiene problemas mentales o lo hace buscando un bien propio. A pesar del tiempo transcurrido desde que Nietzsche decretase la muerte retórica de Dios, seguimos sin asumir que el mal absoluto habita entre nosotros, que se puede ejercer a plena voluntad y que hay personas que hacen el mal por el mal mismo, sin otra patología ni retribución.
Es tiempo de costaleros, de matracas y procesiones, en el piso 4º del nº 69 de la calle Vázquez de Mella de Oviedo una familia de profundas convicciones cristianas asimila su tragedia aferrada a su fe. Por la calle transita el paso de la Virgen de los Dolores, el corazón atravesado por una espada como le profetizó el anciano Simeón en el templo: «a ti misma una espada te atravesará el corazón», y dos madres hablan en la distancia. Es la madre de Igor Postolache que implora el perdón: «hasta ahora no he tenido valor, ni fuerzas, para pediros perdón porque yo misma no me lo perdono». No tienes porque pedir perdón: «la madre no es culpable de lo que haga su hijo», contesta Alba Alvarado, la madre de Erika. Olvidemos la soberbia de la razón, es Viernes Santo, hablan dos madres rotas por el dolor, escuchemos el silencio.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión