En septiembre
Septiembre es comenzar de nuevo. De niña detestaba los anuncios que cantaban la vuelta al cole sin ápice de empatía infantil. Era una algarabía de ... rubiales y coletas sonrientes mostrando a cámara sus nuevos zapatos, o sus bolígrafos de punta fina o sus libretas, que nos dejaban chafados para toda la tarde. ¿Qué necesidad? El regreso estaba claro desde poco más allá de la Feria de Muestras, un evento que asumía papel de calendario extraescolar, o algo así. Acabada la feria, comenzaba un peregrinar por librerías y quioscos para hacernos con el ajuar lectivo de gomas, lapiceros, escuadrones y libros. Libros no tanto, al menos en mi caso que ocupaba un orgulloso tercer lugar en la prole familiar y heredaba casi todo el material. Con los años septiembre no mudó la piel; seguía ahí, pasado agosto, con ínfulas de novedad y buenos propósitos, fuera en la universidad o fuera ya en el trabajo. La rutina tiene un efecto conciliador y casi beatífico, ordena las ansiedades una por una y protege las desazones, el palpitar nervioso de no se sabe bien qué.
Septiembre es, pues, el mes más fiable de todos, el menos caprichoso, el más real. Ahora la pandemia trae, además, diferentes expectativas. Con curiosidad leo las recomendaciones sanitarias por si se amplía el aforo o nos dejan tomarnos el café de diez en diez. Es tontería, pero reconforta. De toda la evolución inquietante y remolona del coronavirus solo septiembre ha podido darme ánimos. Es el momento para recapitular, pero es, sobre todo, el momento de empezar. Habrá que coger fuerzas, comprarse una o dos gomas de borrar, atarse fuerte los cordones de los zapatos nuevos y saltar a la calle en busca de esperanzas y oportunidades.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión