¿Para qué sirve un diputado?
Ofende a la inteligencia la argumentación de que los titulares del acta de diputado son los partidos. De ser así, los cargos institucionales no representarían a los ciudadanos
Decía Burke en su famoso discurso a los electores de Bristol, «ustedes eligen un diputado, sin duda, pero cuando lo han elegido ya no es ... un representante de Bristol, sino un diputado». Se dirá, y se dirá bien, que aquello era el siglo XVIII y hoy los parlamentos son muy distintos. Sin embargo, identificar la esencia de la tarea representativa resulta igual de complicado.
Si un diputado es un mero enviado del partido de turno para apretar un botón, a ser posible sin equivocarse. Si el olfato del diputado debe dirigirse más a ventear los aires de su organización que las aspiraciones de la calle, no vaya a quedar descolocado y convertido en tránsfuga por pasiva en cualquier giro estratégico. Y si la composición de una lista electoral es un mero listado de nombres para engatusar electores, pero pierde todo valor en cuanto se cierran las urnas y solo la organización es competente para asignar y quitar tareas libremente, por razones de eficacia y coordinación, por supuesto. Lo normal, lo absolutamente normal, es que cualquier ciudadano se plantee la pregunta: ¿para qué sirve un diputado? Ya son muchos los que se la hacen, no hay más que consultar la última encuesta del CIS, y anudado a esa pregunta, el cuestionamiento de la democracia representativa va de suyo.
Un claro ejemplo es el penúltimo desgarro interno protagonizado por Ciudadanos en Asturias, a raíz de la expulsión del diputado Armando Fernández Bartolomé, acusado de romper las directrices de votación emanadas del partido. Ofende a la inteligencia la argumentación de que los titulares del acta de diputado son los partidos, los cargos institucionales no representarían a los ciudadanos sino a esas organizaciones que les han hecho el favor de incorporarlos en una lista cerrada, justo lo contrario de lo que viene diciendo el Tribunal Constitucional desde 1983. Lo que se le ha indicado con insistencia en los medios, tanto a Fernández Bartolomé como a otros disidentes, sin gradación, sin medida, es siempre lo mismo: obediencia o a la calle. Como la ruptura de la disciplina de voto no es ninguna novedad en el panorama político, supongamos que esa hubiese sido la respuesta ofrecida por el PP a Cayetana Álvarez de Toledo; o por el PSOE a los 14 disidentes que no siguieron las indicaciones de voto en la elección de Mariano Rajoy. Hoy no estarían en la bancada socialista, entre otras, Adriana Lastra o Margarita Robles.
Sin despreciar el papel esencial de los partidos como «instrumento fundamental para la participación política» recogido en el artículo 6 de la Constitución, lo cierto es que como el burgués gentilhombre de Moliére, que llevaba cuarenta años hablando en prosa y no lo sabía, quienes así razonan desprecian el art. 67-2 que proclama precisamente que los miembros de las Cortes generales no estarán ligados por «mandato imperativo». No hablamos de cualquier cosa, es la condición necesaria e inherente a la democracia representativa. Cuando en 1789 los diputados franceses mutaron los Estados Generales en Asamblea Nacional, lo hicieron precisamente para desprenderse de los mandatos parlamentarios que les ligaban con su respectivo gremio o estamento y limitaban su actuación a las instrucciones recibidas. Esa ruptura del mandato imperativo marca el cambio de las cortes medievales al Estado moderno, un nuevo mandato representativo ligado a la soberanía nacional que convertía al diputado en representante libre de la totalidad de la Nación y no de un grupo, ciudad o gremio. A los que venían a combatir la «partitocracia» nada de esto les hace mella, son ahora el mejor ejemplo de aquella ley de hierro de la oligarquía descrita por Michels. El agujero negro generado por esa mutación es de tal calibre que de él se alimentan hoy populismos y cantonalismos varios.
Se anuncia también una reforma del art. 52 del Reglamento del parlamento asturiano para apartar de la Mesa, de forma automática, a aquellos diputados que hayan sido expulsados de su grupo parlamentario. Una quiebra en la naturaleza de ese órgano sin parangón y de efectos muy peligrosos. Ahora ya se puede apartar a un miembro de la Mesa, pero se exige al menos una votación por mayoría absoluta en el Pleno, enojoso trámite que obliga a dar explicaciones y por eso se quiere borrar, también a propuesta de los heraldos de la nueva política.
La Mesa es un órgano colegiado clave en todo parlamento con una función institucional de carácter arbitral, imparcial y con funciones de garantía respecto a los derechos de las minorías. Por eso sus miembros no actúan como representantes de las formaciones políticas, sino que su función es representar al conjunto de la Cámara y su elección se realiza mediante votación secreta en el Pleno. De prosperar la reforma se transformaría en una Junta de Portavoces bis, una derivación más de los grupos parlamentarios. Dispondrían, por ejemplo, de un instrumento normativo muy cómodo para desembarazarse de una presidencia molesta que no actuase al servicio de la mayoría que la nombró. Otra vuelta de tuerca más en la degradación parlamentaria. ¡Ay los liberales!, si Burke levantara la cabeza.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión