Si ustedes quieren saber qué es un gato merodeador no acudan a ningún tratado de zoología, vayan al artículo 3 del Proyecto de Ley de ... Protección de los Derechos y el Bienestar de los Animales que, en breve, tras la correspondiente ratificación por el Senado, accederá con todos los honores al Boletín Oficial del Estado. Ahí, en ese artículo río inspirado en Kafka y los monólogos de Miguel Gila, con tantos apartados que agota las letras del abecedario, arrumbado entre una montonera de definiciones, encontrarán ese concepto tan útil para organizar la nueva vida con su mascota.
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Una ley simbólica, sin duda un buen ejemplo del modo en que esta izquierda que nos gobierna entiende la acción legislativa. Nos estamos acostumbrando con cierta resignación al nuevo modelo de leyes símbolo, que no son más que interminables exposiciones de motivos, un ejercicio retórico de puro voluntarismo que, las más de las veces, no pasan de ser un conglomerado de principios y recomendaciones, todas ellas culminadas, eso sí, con la creación de nuevos órganos y estructuras administrativas.
Leyes que, bajo el hueco discurso de la creación de nuevos derechos, más que a transformar la realidad solo aspiran a redefinirla. No resulta baladí el creciente peso que el apartado de las definiciones ha ido ocupando en la creación normativa, ni tampoco el campanudo lenguaje con el que se revisten ahora principios consagrados de antiguo. Un ejemplo sonrojante de esa retórica hueca es el artículo 2 de la denominada Ley Trans, cuando señala que esa ley «será de aplicación a toda persona física o jurídica, de carácter público o privado que resida, se encuentre o actúe en territorio español, cualquiera que sea su nacionalidad, origen racial o étnico, religión, domicilio, residencia, edad, estado civil o situación administrativa, en los términos y con el alcance que se contemplan en esta ley y en el resto del ordenamiento jurídico». ¿Acaso hay alguna ley que no vincule a todos? Alguien le ha explicado a este legislador verborreico que el art. 9.1 de la Constitución despacha esa exhaustiva letanía en un renglón, consagrando desde la cima de la jerarquía normativa el principio de que los ciudadanos y los poderes públicos, todos sin distinción, están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.
Puede parecer un asunto menor, cosa de leguleyos adictos a la técnica legislativa, pero no, es algo más, es el espejo de una izquierda que vive atrapada en las definiciones, en el simbolismo, en las guerras culturales y que se ha desentendido de una realidad que le supera. Esa izquierda seguidora de Laclau que se apunta al valor performativo del lenguaje, convertido ya en un puro instrumento para construir la realidad no para describirla. La que se agrupa en torno a «significantes vacíos», rellenables con cualquier elemento que ayude a construir la identidad deseada. Así, si se trata de construir la idea de que la libertad sexual de la mujer nació con la ley del sí es sí y que el consentimiento no formaba parte del Código Penal anterior, pues se dice y ya está, no vaya a ser que se nos acuse de querer volver al «código penal de la manada». Si se trata de sustituir la realidad biológica del sexo por los mandatos culturales asignados a los conceptos de varón y mujer, convirtiéndolos en puras «identidades» elegibles, pues se hace. Da igual que eso invalide décadas de políticas feministas dirigidas a corregir desigualdades. Si hay que legislar contra la biología y la evidencia científica, adelante. Y si la realidad te atropella y resulta que tu magnífica ley provoca la revisión a la baja de las condenas por delito sexual, pues es cosa de traspasar la culpa a esa caterva de jueces machistas que no han entendido el valor de la nueva política simbólica.
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Pero la realidad es tozuda, la protección de las víctimas de delitos sexuales necesita de una mayor dotación de medios y menos retórica hueca. Menos legislación simbólica y más presupuesto para dotar de personal especializado a las oficinas de atención a las víctimas que ya existen, a los equipos psicosociales saturados, a las clínicas médico-forenses, a Juzgados y Fiscalía.
También es sabido que España no es país para jóvenes, que la crisis golpea con fuerza a los 'millennials' y agrava la brecha con los mayores de 65 años. Si eres joven y vives en España, ya has pasado por tres crisis, es probable que estés en paro, tengas un contrato precario y cobres el salario mínimo o incluso menos, que no hayas podido emanciparte y que la idea de comprar una vivienda te suene a utopía. Pero la izquierda, que debería tener como santo y seña de sus políticas la mejora de sus condiciones materiales se desangra en batallas simbólicas.
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Para esa izquierda simbólica que vive en y de las definiciones la realidad es como un gato merodeador, que por si ustedes no lo saben, y ya entiendo que les de pereza consultar el artículo 3, apartado V de la nueva Ley de Bienestar Animal, es «aquel que sale sin supervisión al exterior del hogar de su titular». Y es que la realidad hace tiempo que abandonó su hogar por falta de supervisión, a pesar de que ocupe el poder e imponga su relato.
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