La trampa de la memoria
Bajo un ropaje reglamentista y burocrático, el proyecto de Ley de Memoria Democrática deposita varias cargas de profundidad en las sentinas de nuestro régimen constitucional de efectos difícilmente calculables en este momento
Allí donde se reúnan un grupo de españoles para reflexionar sobre su pasado más reciente, sobre todo si se trata de colegio, instituto o universidad, ... y más aún si la reflexión viene empujada por eso que se ha dado en llamar Memoria Histórica, ahora Memoria Democrática, la reflexión siempre debería empezar por la lectura de este párrafo: «La amnistía es el resultado de una política coherente y consecuente que comienza con la política de reconciliación nacional de nuestro Partido, ya en 1956. Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta política de reconciliación nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre? Queremos abrir la vía a la paz y a la libertad. Queremos cerrar una etapa; queremos abrir otra. Nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Nosotros estamos resueltos a marchar hacia adelante en esa vía de la libertad, en esa vía de la paz y del progreso».
Corresponde al discurso de Marcelino Camacho, en nombre del Partido Comunista, el 14 de octubre de 1977 en el Congreso, defendiendo la Ley de Amnistía que ese día se aprobaría como primer acto legislativo de la recién estrenada democracia. Hoy, además, se convierte en el contrapunto necesario para apreciar la magnitud del destrozo que provocará la aprobación de la Ley de Memoria Democrática, cuyo dictamen de ponencia salió adelante este pasado lunes en la Comisión Constitucional gracias al apoyo de los partidos del Gobierno y algunos socios de la investidura, como PNV, EH Bildu, Más País o PDeCAt y la abstención de ERC y JxCat, partidos que aún reservan su voto para una última vuelta de tuerca en el pleno.
De este proyecto de ley se pueden decir muchas cosas. Pero lo peor es que bajo un ropaje reglamentista y burocrático, deposita varias cargas de profundidad en las sentinas de nuestro régimen constitucional de efectos difícilmente calculables en este momento. La primera, sin duda, es la pretensión de demoler la Ley de Amnistía. Pretensión que queda bien clara con la simple lectura del artículo 2, según el cual «todas las leyes del Estado español, incluida la Ley de Amnistía (curioso que sea la única que se cita) se interpretarán y aplicarán de conformidad con el Derecho internacional convencional y consuetudinario».
Conviene recordar que en el año 1976 ya se había decretado una primera amnistía que se consideró insuficiente, ya que excluía los delitos de sangre. ETA cometió 17 asesinatos ese año, 11 más en el año 77 y recibió las primeras elecciones democráticas del 15 de junio con el secuestro y asesinato del industrial Javier de Ybarra, ex alcalde de Bilbao. La presión del nacionalismo vasco iba dirigida entonces a sacar de la cárcel a todos los presos de ETA, incluidos los autores de delitos de sangre, y la moneda de cambio era extender la amnistía a autoridades, funcionarios y policías. Hubo más, pero lo fundamental, en el ánimo de los proponentes y del Gobierno, consistió en simbolizar el comienzo de una nueva era dejando las cárceles vacías de presos por actos de intencionalidad política cualquiera que fuese su resultado.
El nuevo artículo 2, un texto que no deja de ser una consecuencia de lo que ya recoge nuestra Constitución en los arts. 96.1 y 10.2, pretende convertirse en nuevo paradigma interpretativo para, de la mano de la legislación internacional, anular lo acordado al inicio de la Transición. Que fue, ni más ni menos, que traer el pasado al presente, pero con la intención de clausurarlo y dar por cerrada una larga y desgraciada etapa de nuestra historia. Justo lo contrario de lo que se pretende ahora. La Guerra Civil había en verdad terminado, como tituló la prensa al día siguiente. En palabras de Santos Juliá, «la amnistía fue el triunfo de la memoria. Esa ley de octubre de 1977 quiso simbolizar el comienzo de una nueva era de concordia, no de amnesia».
Aplicando mi propio consejo, en todas las ocasiones en que tuve que posicionarme ante los intentos de anular la Ley de Amnistía, verdadera obsesión desde hace años del nacionalismo y de cierta izquierda, siempre subí a la tribuna armado con el discurso de Marcelino Camacho. Tan pesado debía de resultar que las caras de hastío de los portavoces impugnantes eran un poema. Mi tranquilidad consistía en saber que a continuación intervendrían, en la misma línea, diputados del PSOE de la solvencia de Torres Mora o Gregorio Cámara. Así sucedió todavía en marzo de 2018. Hoy no podría tener esa tranquilidad y esa es una pésima noticia, no solo para los socialistas, sino para todos.
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