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La pobreza del lenguaje es la pobreza del pensamiento. Las metáforas están en peligro y los sinónimos agonizan. La variedad expresiva se diluye y en ... su lugar solo quedan frases planas y sin matices. Un idioma reducido a lo básico que amenaza con sombría estrechez la razón.
Antes, las metáforas nos permitían construir imágenes, ampliar la realidad y trazar en consecuencia conexiones invisibles entre distintos conceptos. Son parte de la arquitectura que da forma a la imaginación y, por supuesto, a la comprensión; además de, en muchas ocasiones, convertir lo simple en algo hermoso. Ahora, en cambio, la metáfora molesta porque se considera un adorno innecesario, un desvío improductivo o una rareza. En su lugar, nos hemos entregado con apetito a la dictadura de la obviedad. Se exige que todo sea comprensible a simple vista, de un solo vistazo, que no requiera esfuerzo en la interpretación y el mensaje llegue masticado y digerido. No queremos pensar, queremos consumir.
Lo mismo ocurre con los sinónimos. Si las metáforas nos ayudan a pensar en imágenes, los sinónimos nos permiten matizar y ajustar con mayor precisión una idea. No es lo mismo un susurro que un runrún, la tristeza que la melancolía, la ira que el enfado. Cada palabra lleva su carga, su historia y, por supuesto, su contexto. Pero el lenguaje se ha empobrecido de tal manera que se sustituye la riqueza de la lengua por un puñado de términos estándar, cada vez más neutros y limitados; y esta pobreza del lenguaje no es solo una cuestión literaria como algunos piensan. No es un problema exclusivo de escritores, periodistas o académicos, es un problema de todos.
Cuando las palabras se reducen, también lo hace nuestra capacidad de entender el mundo y, por tanto, nuestra capacidad de vivirlo. Si no tenemos sinónimos, perdemos matices. Si no tenemos metáforas, perdemos profundidad. Si el lenguaje se vuelve simple, el pensamiento también. Nos volvemos menos precisos, menos analíticos, menos críticos y, de esta suerte, más fáciles de engañar, más dóciles y manipulables.
Así, nos hemos convertido en una sociedad de enunciados planos, frases prefabricadas y discursos sin alma. Una pena, ciertamente, porque hablar bien no es una extravagancia, es una necesidad y un ejercicio de libertad. ¿Por qué rendirnos entonces a la dictadura de lo simple? Si el lenguaje muere, morimos un poco con él.
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