El milagro de la depuración
Una serie de procesos físicos y químicos permiten a millones de bacterias, hongos y protozoos limpiar las aguas residuales de la ciudad en un ciclo sin fin y ahora en ampliación
Gonzalo Díaz-Rubín
Lunes, 26 de mayo 2014, 14:03
Tirar de la cisterna es un gesto rutinario. Pulsar un botón, accionar una maneta o tirar de una cadena. Se oye un 'fluss' y el agua se va y arrastra el contenido de la taza. Ya está. Las aguas sucias se van y a otra cosa. Nada le recuerda al ciudadano lo que le pasa a ese vertido o lo que cuesta limpiarlo antes de devolver el agua a un río. El canon de saneamiento, del que hablan los políticos, o incluso la tasa del alcantarillado, que cobra el Ayuntamiento, son invisibles para los ciudadanos. Viajan en el recibo del suministro de agua y este, en muchos casos, en el de la comunidad. Las depuradoras se construyen, en lo posible, lejos de zonas habitadas. Huelen y no bien, aunque se haya avanzado mucho en este camino. La de San Claudio está en obras para multiplicar por cinco su capacidad y ser capaz de absorber el crecimiento de una ciudad que prefiere ignorar su existencia. Es un lugar extraño. Lleno de vida. Hay pájaros que beben en sus tanques y millones de microorganismos que se comen nuestra porquería. Y sí, huele, pero también hay bacterias que se comerán ese problema.
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Bacterias que se comen los olores
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El agua ya está limpia, pero por el caminio los olores se han ido al aire. En San Claudio no hay ningún control de los mismos, pero lo habrá. «Todo el proceso se hará en entornos cerrados y controlados con extracción de olores localizada». Esos compuestos volátiles, en su mayoría sulfídrico y amoniaco, se los comerán -biodregadarán- otras bacterias en un proceso de desodorización biológica. Para estos microorganismos se creará un ecosistema adecuado un lecho de roca porosa, periódicamente humedecido y con un aporte de oxígeno garantizado. En esas condiciones, eliminan hasta el 99% del olor y pueden vivir 10 años.
El desarrollo ha hecho que olvidemos ciertas cosas. Hace justo 160 años, cientos de ovetenses fallecieron de cólera en una epidemia que se cebó con los barrios y arrabales más humildes. La capital fue la población más castigada por el brote producido en Asturias en 1854, el tercero y no el último del siglo. Y no por casualidad. Las fuentes, único suministro de la ciudad, acabaron contaminadas por las aguas fecales.
El gesto de tirar de la cadena supone en el caso de la cuenca oeste de Oviedo -desde La Ería y Vallobín hacia San Claudio-, enviar alrededor de seis litros de agua, con los residuos que hayamos dejado en ella, a un largo viaje a través de la red de colectores hasta un punto situado al pie de la autovía de Trubia y constreñido por la vía del tren y el arroyo Llapices, en Rivero, San Claudio. Allí se ubica la depuradora. Allí, hasta 40 operarios de Aqualia y subcontratas se afanan en la ampliación que debe multiplicar por cinco su capacidad antes de que el año 2015 se despida para evitar perder los fondos europeos que financian la mayor parte de la actuación.
Y, además, hay que mantener en funcionamiento el actual sistema, «cumpliendo con la autorización de vertido», explica César Prieto, de Acuaes, la sociedad en la que el Ministerio de Medio Ambiente fusionó las anteriores empresas públicas por cuencas hidrográficas. Ese es uno de los problemas. La falta de espacio. Dos de los edificios se rehabilitarán y reutilizarán, pero el calendario de obra viene marcado por la necesidad de construir los nuevos equipos de tratamiento, probarlos, medir su eficacia y, solo después de demostrada la misma, derruir los antiguos.
Hacer estable la lluvia
La frase que más se repite durante la visita a las obras que este diario hizo es la siguiente: «Se envía a cabecera». Todo el sistema, explica Vanessa Mateo, intenta crear unas condiciones estables, un flujo constante de agua, con una carga contaminante más o menos fija, dentro de los parámetros que permiten el mejor funcionamiento de la planta. ¿Y el agua para la que no hay capacidad en ese momento? «Se envía a cabecera». Vuelve a pasar por todo el proceso.
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Es un intento, pero la lluvia no es una ducha. La depuración arranca aquí en el tanque de tormentas que, además, hace las veces de pretratamiento en San Claudio. Se trata de una balsa circular en la que gira, despacio, un cedazo. Por arriba, la grasa y otras impurezas flotan y son retiradas; por abajo, la gravedad, hace el resto y deja en el fondo arenas y sólidos. «Es uno de los principales problemas, la capacidad de tormentas es muy pequeña», explica Prieto. Ante una tromba de agua, la mayor parte se envía de vuelta al arroyo Rivero, Llápices o San Claudio, que los tres nombres valen para este pequeño afluente del Nora con apenas un pretratamiento. Justo al lado, ya se ven los sumideros de los tres nuevos que evitarán tener que aliviar al río.
«El terreno es bueno», celebra César Prieto. «Se excava bien y es estable». Eso es óptimo, porque el tajo se acerca a uno de los edificios que hay que conservar. «Si cediese, tendríamos que hacer taludes con menos perfil y no tenemos espacio».
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Los tres nuevos tratamientos de tormentas permitirán encargarse de 1.300 litros por segundo frente a los 220 actuales. Son, además, mejores. «El de ahora es solo físico». Gravedad para los sólidos y flotación para las grasas son sus únicas 'herramientas'. Los nuevos emplearán coagulantes y floculantes. Los primeros, cloruro férrico o alumbre, agrupan las partículas más pequeñas y, los segundos, unen esos coágulos facilitando su precipitación al fondo del tanque. El agua huele a detergente y tiene un tono marrón grisáceo. A los pájaros, no les importa y beben sin hacer caso alguno a la grúa torre o los camiones.
Desde el sumidero, el líquido pasa al pozo de gruesos. El de San Claudio es doble, antiguo y tiene algunos problemas añadidos que impiden reparar las bombas de uno y mantener el otro en funcionamiento. Cuando terminen las obras, habrá tres, más modernos y estarán cubiertos y desodorizados. El olor ahora es distinto, aún tenue, a materia en descomposición sobre un fondo de desinfectante.
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En el pozo, el agua debe dejar los sólidos en el fondo, donde una cuchara los recoge y deposita en un contenedor. Un vistazo permite atisbar de todo: telas, mondas de naranja, envoltorios de galletas son fácilmente reconocibles. Y un problema. Aunque el vertido que recibe la depuradora «es típicamente urbano», hay una cantidad inusualmente alta de «textiles». Los trapos, las toallitas higiénicas y otros residuos similares obturan las bombas y atascan los pozos.
El agua bombeada desde el pozo de gruesos - «así gana altura para el resto del recorrido», explica César Prieto- pasa a desbaste. En el interior de un edificio, unos filtros, varios colocados como entre los peldaños de una escalera de mano, tamizan el agua. Colillas, más papeles, palitos, cáscaras que un tornillo sin fin saca de forma automática a otro contenedor. La intensidad del olor sube. En una habitación anexa hay varios depósitos de fibra de vídrio. «Son un sistema de desodorización. Nunca ha funcionado, no lo legalizaron», dice Prieto. De nuevo la falta de espacio. Los tanques de productos químicos no guardaban la distancia de seguridad mínima. Serán demolidos y retirados.
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Y aceite de freír
El agua sigue viajando. Tiene el mismo tono. Pero se va a poner peor. Tras pasar por el desbaste, entra en un canal donde espumea como un arroyo. «Inyectamos aire, para romper y sacar la grasa», ilustra Mateo. El ruido sube y también el consumo eléctrico. Varias lamas retiran los aceites hasta otro contenedor. El resultado es una masa gris, gelatinosa. El final de ese aceite de freír que se fue por el desagüe. En Asturias, las grasas no están declaradas residuos peligrosos, lo que abarata su tratamiento en Cogersa.
El siguiente paso con Vanessa Mateo y César Prieto nos aleja del agua y nos conduce a un edificio. El portón permanece abierto. Para evitar la acumulación de gases, «si no el que entrase no duraría un minuto. Y huele», advierte Mateo. No está de más. El ruido de la centrifugadora de lodos atruena. «Hay que sacar toda el agua posible, para que pese menos y de aquí va al silo de lodos», dice. La nariz protesta. Huele a huevos podridos, «a sulfídrico», matiza. Será una de las cosas que desaparezca con la ampliación. Los lodos se seguirán secando con nuevos espesadores, pero el edificio estará cerrado. «Tendremos extracción individualizada del olor». Luego, se eliminará.
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El agua que se extrae de los lodos, «vuelve a cabecera», pero procede «del corazón de la planta», dice Mateo, mientras sonríe al sol sobre la plataforma de hormigón que cruza el reactor biológico de la depuradora de San Claudio. El agua, mezclada con un fango biológico gira impulsada a tres velocidades distintas por los tres canales concéntricos y conectados del reactor. Cada uno con una concentración de oxígeno disuelto distinto. En esta piscina ovalada viven millones de microorganismos. Bacterias, hongos y protozoos. «Creamos un ecosistema estable que se alimenta de los contaminantes», advierte la ingeniera. Se comen literalmente los compuestos nitrogenados y los transforman en gases.
En su superficie se forman unas burbujas. «No es el oxígeno, son las filamentosas», explica Mateo, «cada vez que sube la carga, aparecen y no es posible eliminarlas del todo». Ellas son las malas de esta película, las responsables de esas espumas blancas y densas que flotan sobre las aguas fuertemente polucionadas.
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El reactor biológico de la depuradora de San Claudio es de un tipo particular y patentado, llamado Orbal, y será derribado para ampliar la capacidad de la planta de los 220 litros por segundo actuales a 1.300. Justo al lado, se excavan los cimientos de las dos nuevas líneas. «Funciona muy bien», insiste, «pero ocupa mucha superficie y casi no tenemos espacio».
El agua es marrón oscuro, por el fango biológico. El resultado se limpia en el decantador secundario. Los lodos se van al fondo. Parte van a secado, a la centrifugadora, y parte se usan «para sembrar» vida de nuevo en el reactor. El resultado, casi cristalino, casi inodoro, se derrama por el borde y salta a la piscina de vertido y abandona la planta.
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«El objetivo de calidad, es más exigente aquí que en Villaperi (la gran depuradora del centro de Asturias), nos obliga añadir un tratamiento terciario», un afine aún mayor que dejará el agua libre de sólidos y grasas y de nutrientes, que haga más largo el viaje.
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