Cuando anunciaron que el Museo Nacional de Antropología e Historia recibiría el Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2025, confieso que me alegré como si hubiesen premiado a un viejo amigo. No uno cualquiera, sino de esos que conoces desde la infancia y a quienes terminas reconociendo una nobleza que el tiempo sólo confirma. Porque el Museo de Antropología no es únicamente un edificio, ni siquiera un recinto: es una especie de mente colectiva, un espejo de piedra y agua en el que México se contempla y se interroga desde hace seis décadas.
Fue inaugurado en 1964, en pleno auge del optimismo modernista, cuando el país creía en la promesa de su propio mito. El presidente López Mateos, ... el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez y un puñado de visionarios imaginaron un templo laico donde convivieran las culturas del pasado y las aspiraciones del presente. Aquel paraguas monumental suspendido sobre el patio central –que todavía asombra al visitante más cínico– parecía una metáfora del país: una gran estructura sosteniendo la lluvia de la historia. Hay quienes lo describen como «la sombrilla de los dioses», mientras fotografían la fuente que se desploma desde el centro, como si el agua brotara del tiempo mismo.
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La primera vez que fui al museo, tendría siete años. Excursión escolar: uniforme azul, lonchera de Snoopy, y esa sensación solemne de entrar a un lugar donde no se debía correr ni gritar, pero todos lo hacíamos. Lo que más me impresionó no fue el monolito de Tlaloc, ese coloso que custodia la entrada y que parece juzgarte desde antes de cruzar la puerta, sino la piedra del Sol, a la que uno llegaba casi como quien accede a un altar. En mi recuerdo infantil, la sala mexica tenía el aire de una catedral invertida: silenciosa, circular, con ecos que parecían surgir del pasado. Mi maestra, con voz ceremoniosa, nos explicó que no era un calendario, sino una representación del cosmos; yo asentí sin entender nada, pero supe que allí había una especie de secreto.
Años más tarde volví al museo con amigos extranjeros, y algo en mi percepción cambió. Ya no era el niño maravillado, sino el adulto que observa las vitrinas con un sentido de pertenencia ambivalente: orgullo, melancolía y una pizca de ironía. Entendí entonces que el Museo de Antropología es, ante todo, una narración: México contándose a sí mismo con piezas que van de los olmecas a los mexicas, de los mayas al México contemporáneo. Allí están las cabezas colosales, las urnas zapotecas de Monte Albán, el Chac Mool que parece descansar después de siglos de recibir ofrendas. Cada sala es un relato distinto y, sin embargo, todo converge en la misma idea: nuestra identidad está hecha de fragmentos y sobrevivencias.
Lo curioso es que, como todo héroe nacional, el museo también tiene su leyenda negra. En 1985, la madrugada del 25 de diciembre, dos jóvenes entraron al recinto y robaron 140 piezas prehispánicas, entre ellas máscaras de jade y figuras mexicas de valor incalculable.
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Fue el robo de arte más audaz de la historia mexicana: ni alarmas, ni cámaras, ni guardias atentos. Los ladrones, estudiantes de veterinaria y actores ocasionales, tardaron años en ser descubiertos. La policía los halló en los noventa, cuando ya vivían modestamente y aún conservaban las piezas escondidas en su casa, envueltas en trapos. La historia es tan improbable que Gael García Bernal la llevó al cine en 2018 en la película 'Museo', de Alonso Ruizpalacios, una fábula deliciosa sobre la fascinación y el absurdo del deseo de poseer lo que sólo puede ser contemplado. Yo la vi con cierto temblor sentimental: el robo había ocurrido en el mismo museo que marcó mi infancia, y la película lo convertía en escenario de una melancolía nacional. Porque Museo no sólo habla de un delito, sino del impulso casi místico de apropiarse del pasado. Como si, robando las piezas, uno robara también un pedazo de identidad. Por fortuna, todas fueron recuperadas, y hoy brillan en sus vitrinas con un aura aún más poderosa: la de lo perdido y reencontrado.
Que el Museo de Antropología reciba ahora el Premio Princesa de Asturias es, además de un reconocimiento justo, un gesto de reconciliación simbólica. En estos tiempos en que las diplomacias se ofenden por caprichos históricos –basta recordar aquella necedad de exigir disculpas por la Conquista–, resulta grato que España premie a la institución que mejor encarna la memoria plural del país. Hay ironía, por supuesto, pero también una especie de justicia poética. Ningún galardón podría ser más merecido: el museo es arte, ciencia, pedagogía y mito, todo en un mismo gesto.
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Caminar hoy por sus salas —entre las piezas de Teotihuacán, las estelas mayas o las figuras toltecas— sigue siendo una experiencia hipnótica. Hay un olor particular, mezcla de piedra húmeda y aire acondicionado, que despierta recuerdos dormidos. Los visitantes extranjeros se quedan mudos ante la sofisticación de las culturas precolombinas; los mexicanos, ante su propia inmensidad. Cada vitrina es una pequeña epifanía. Pero su quietud no es inmovilidad: cada exposición temporal, cada restauración, cada guía que explica a los niños quién fue la Coatlicue o por qué los mayas no desaparecieron, es una manera de mantener viva la conversación. En eso radica su magia: en ser un lugar donde el pasado no es ruina, sino relato continuo.
Al saber la noticia volví, después de años de ausencia, y me encontré con una sensación inesperada: ternura. Vi a un grupo de niños correr por el patio central, riendo bajo el paraguas monumental, y me reconocí en ellos. Comprendí que el Museo de Antropología no sólo custodia objetos: custodia también nuestras versiones anteriores, las que fuimos al mirarlo por primera vez. Por eso este premio, más que un homenaje institucional, es una celebración íntima. El museo nos pertenece a todos, pero cada quien tiene su historia con él.
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Ahora, escribiendo estas líneas, siento agradecido que el viejo amigo siga ahí, inmutable, sosteniendo la lluvia del tiempo sobre nuestras cabezas, con la paciencia de los dioses.
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