Prodigiosas vacas muertas bailando sardanas
Julio Rey
Dibujante e historietista
Viernes, 24 de octubre 2025, 11:11
Ese anochecer de octubre de 2014, acabada una charla ante público con un grupo de dibujantes deslumbrados, entre los que yo me encontraba, de Joaquín Salvador Lavado, Quino, antesala del premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades que se le iba a conceder, subíamos acompañándole por Oviedo camino de la catedral; el relente de la noche ya empezaba a bruñir el gastado empedrado del Fontán y él, aparcada su timidez proverbial, se sentía relajado entre colegas amigos.
Joaquín, octogenario, se negaba a envejecer, pudimos comprobarlo; por esa razón conservó siempre su visión perimetral infantil, pura y certera, su lúcida Mafalda sintetiza como ... nadie el cruce de las utopías expectantes infantiles con las decepcionadas toallas tiradas a la lona adultas. Y lo racionaliza igual que el mejor psiquiatra argentino. Quino retrató tan bien nuestro cosmos que el mundo es ahora una viñeta de Mafalda.
Octogenario también, como lo era el dibujante superlativo cuando balbuceábamos ante él aquella tarde de octubre, Eduardo Mendoza, escritor igualmente superlativo, también recibe el premio. Otro valiente que lleva toda su vida deslizándose con aplomo sobre el hielo quebradizo de la página en blanco. Redacta su prosa de pie, delante de una mesa de pupitre de patas altas pegado a la pared, y siempre en inmaculada camisa y corbata: «Tenía muy buenas ideas que se acababan en la página veinte». Ahora reconoce que sigue pasándole, aunque, sabio, ya sabe que se arregla con paciencia.
Creció Eduardo en la cultura del 'TBO', un universo paralelo en el que buceaba a pulmón libre y del que reconoce una decisiva influencia. Viñetas. Humor higiénico que se convertiría en hoja indispensable de ruta, también en madera de deriva a la que abrazarse para no necesitar al mejor psiquiatra argentino, que, al decir de John Irving, otro escritor asombroso, son simplificadores peligrosos, ladrones de la complejidad de las personas.
En un Londres anterior a convertirse en una city 'brexitpatidifusa', le llegó la noticia de que él era el premio Cervantes 2016. ¡Sorpresa!: el Cervantes solo se concedía a la literatura sesuda y trascendental. La literatura de humor al parnaso, y él convertido en su Moisés. Ese tono jocoso con el que escribe, de eruditos recursos literarios clásicos, no oculta una reflexión meditada sobre la sociedad. En 'La ciudad de los prodigios' descorcha su escepticismo y concierta el realismo con la fantasía, musicalizadas con arpegios humorísticos. El dibujo del desafuero económico o de la violencia desplegada por la vil supremacía machista es repetido. Su Onofre Bouvila, misérrimo charnego, repartidor de propaganda anarquista y vendedor ambulante de crecepelo, más tarde poderoso magnate financiero y gánster, llega a la ciudad desde una zona «agreste, sombría y brutal que se extiende al sudoeste de la cordillera pirenaica», un territorio de «nieblas cerradas y bosques densos, propicios a las supersticiones», en el que en días señalados «se ve a las vacas muertas bailar sardanas». Hondura con cosquillas.
Por una 'cripta embrujada' o 'un laberinto de las aceitunas' o un 'tocador de señoras' transitan parejos esa hondura y el contrapeso del disparate; con Onofre o el marciano de 'En busca de Gurb', el alien dispuesto a saltar sonriente de cualquier ombligo en la portentosa Barcelona olímpica, Mendoza, sin perder la hechura de su corbata, nos descerraja cápsulas sonrientes de verdad tan genuinas como la vida misma. «Estoy en campaña electoral. Ya saben: reírme como un cretino con las verduleras, inaugurar un derribo y simular que me como una paella asquerosa. Hoy me toca esta mierda de barrio», dice el candidato sin advertir de que las cámaras están grabándole: «¡Ah! que estamos en directo. Vaya, habérmelo dicho», remata percatado el político en campaña de 'La aventura del tocador de señoras'. Cápsula tan de verdad y botarate como la vida misma.
Cabalgando sobre su mágica montaña, Thomas Mann intuyó que la risa es un destello del alma. Eduardo Mendoza, premio Princesa de Asturias de las Letras, desde su atalaya del Tibidabo lo confirma.
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