Los niños de la vergüenza
'Soles negros', la nueva novela de Ignacio del Valle, se adentra en la trama del robo de niños en España
Ignacio del Valle
Jueves, 11 de febrero 2016, 01:45
Hace unos años saltó la noticia de la monjita «que daba niños», Sor María Gómez Valbuena. O mejor dicho, que robaba los bebés a mujeres que acababan de dar a luz y luego los vendía al mejor postor. La monjita trabajaba como asistente social en dos clínicas, y había tejido toda una red de contactos y casas que dimanó en un negocio muy lucrativo, ya que en los años ochenta se llegaban a pagar hasta cien mil pesetas por cada uno de los recién nacidos. Este tráfico de niños pareció entonces el verdadero e insólito dragón, pero a la luz de los años que he pasado documentando mi novela Soles negros, esto no era más que la punta de la cola del dragón.
Esta historia de terror comenzó realmente durante la guerra civil. Una buena época para las historias de miedo, por otra parte. A medida que los nacionales ganaban terreno las cárceles se llenaban de madres y niños republicanos. En este contexto el régimen dio prioridad a la educación de toda esa masa desafecta para transformarla en un pilar básico del futuro estado franquista, una sociedad vertical y disciplinada en cuyo vértice estaría el Caudillo. Un lavado de cerebro que tuvo al Auxilio Social como su principal herramienta y punta de lanza, y a un ideólogo cuyo apellido seguramente les sonará por cuestiones folclóricas: el psiquiatra militar Antonio Vallejo Nágera.
El catedrático y director del Sanatorio psiquiátrico de San José, en Ciempozuelos, bebió directamente de las fuentes nacionalsocialistas acerca del concepto biológico de pureza racial, y en su momento realizó estudios sobre prisioneros de guerra republicanos para identificar y aislar un hipotético y delirante «gen rojo», lo que dio como resultado una bibliografía con títulos tan explícitos como Eugenesia de la Hispanidad y regeneración de la raza.
De esta manera nuestro psiquiatra estableció un corpus con la bendición del mismísimo caudillo por el cual se decretaba la inferioridad mental y la perversidad genética de los republicanos, «naturaleza psicosocial degenerativa de los rojos», lo que abrió inmediatamente la veda para un exterminio que si bien no alcanzó las dimensiones materiales del nacionalsocialismo aquí se discuten interesantes teorías acerca del peso que tuvo el catolicismo para evitar la cristalización de una nueva Shoah, sí pudo derivar en actuaciones genésicas de variada condición, entre ellas, la persecución, el aislamiento y la reeducación.
Una vez establecido este ideario montaraz, y por lo tanto la condición de enfermos, había que curar o eliminar. El Auxilio Social ejerció entonces una labor pertinaz en hogares, comedores, guarderías, escuelas y colonias siguiendo un estricto régimen de adoctrinamiento religioso y paramilitar, con castigos de toda índole y una férrea disciplina y control.
Las medidas draconianas que se barajaban iban desde la vergüenza pública, los insultos, el aislamiento o la privación de comida hasta el maltrato físico y la sed. Los testimonios de los antiguos acogidos sobre noches en las que se levantaban secretamente de la cama a chupar los grifos, las duchas de agua fría con que les mortificaban, y las búsquedas de cualquier cosa que fuese comestible, peladuras de patatas, papel, cáscaras de melón e incluso corteza de árboles resultan escalofriantes. Y aquí es cuando entra en escena el dragón.
Como parte del programa de limpieza para combatir la «propensión degenerativa de los chiquillos criados en ambientes republicanos», y «por haber sido la enseñanza moderna de los menores amoral, ácrata y disolvente» se contemplaba la adopción de niños o «prohijamiento» por personas que comulgaran con el ideario del Movimiento, a poder ser acomodadas.
La demanda fue enorme, tanto de familias españolas como extranjeras, sobre todo italianas. Asimismo se promulgaron dos sustentáculos legislativos: una orden ministerial de 30 de marzo de 1940 por la cual las reclusas podían amamantar a sus hijos y tenerlos con ellas en las prisiones hasta los tres años. Luego los niños se desalojaban legalmente y eran enviados a las instituciones del Auxilio Social sin posibilidad de contacto hasta el cumplimiento íntegro de las penas, para comenzar una reeducación según criterios falangistas.
Una vez que los niños entraban en la red asistencial se podía saber en qué hogar estaban o no. A este clavo del ataúd se le añadió una ley de 4 de diciembre de 1941 por la cual se permitía cambiar los nombres en el registro civil a los niños que no recordasen sus nombres o sus padres fuesen ilocalizables o hubieran sido expatriados. El celo en la búsqueda y acorralamiento de niños fue tan rabioso que incluso se encargó al servicio exterior de Falange a través de un organismo denominado Delegación Extraordinaria de Repatriación de Menores, que se localizaran a los críos que estuvieran fuera del país, en muchos casos recurriendo directamente al secuestro para lograr sus objetivos. El banquete de carne humana estaba servido.
El Patronato de la Merced era el organismo encargado de gestionar qué infantes debían ser «amparados» apoyándose en los tribunales de menores y tutelares. A partir de ahí, miles y miles de niños comenzaron a ser víctimas de este entusiasmo redentor, un agujero negro camuflado por una densa red de intereses, silencios, revanchismos, fes de bautismos falsificadas, páginas arrancadas de los archivos parroquiales Al peligro de muerte por enfermedad, mala alimentación o malos tratos se le unía ahora la desaparición «simbólica».
Asimismo, para las devoluciones no bastaba la ausencia de cualquier sospecha sobre el proceder de las madres, y tampoco que las mismas expresasen sus deseos de recuperar a sus hijos, sino que era preciso justificar medios económicos así como observar una conducta moral y religiosa sin tacha. A este fin se enviaban visitadoras para elaborar los informes pertinentes al que se debía adjuntar el certificado de un párroco.
En este Vía Crucis hay estaciones particularmente despiadadas, como la Prisión de Madres Lactantes. Era un chalé en el número cinco de la carrera de San Isidro, cercano a la orilla del Manzanares, donde las reclusas tenían a sus bebés y permanecían con ellos hasta que sus hijos cumplían tres años. Allí, bajo el sello de la vida civilizada, el poder exploraba sus límites sin ningún tipo de dique: madres que no se podían acercar a sus hijos aunque estuvieran enfermos, madres a quienes solo se les permitía tener a sus bebés en brazos una hora al día, durante la lactación, madres que no podían sacar nunca más a sus niños cuando abandonaban el lugar...
Otro círculo del infierno eran los niños que tenía un padre o una madre con vida, o ambos, y los tribunales les habían denegado la tutela debido a causas de idoneidad, ya fuera moral, estrecheces económicas o motivos políticos. Viudas o esposas de militares o ciudadanos fieles a la República que, detenidas y encarceladas, cuando salían en libertad condicional y reclamaban a sus hijos, aunque tuvieran derecho a ello se les retiraba la tutela porque estos ya habían sido entregados a familias meritorias. O madres biológicas que tenían derecho a reclamar la tutela hasta los 14 años, pero pobres y analfabetas como eran desconocían sus derechos. También tiene un lugar destacado en este ranking de infamia la cárcel de Ventas, en Madrid, que había sido diseñada para albergar a 500 personas y en la que se llegaron a hacinar 11.000 presas, con embarazadas que eran fusiladas nada más dar a luz, y cientos de críos comidos por la sarna y los piojos, sin nada que llevarse a la boca, lo que provocó una pavorosa mortandad infantil.
¿No hay pruebas de todo esto?, ¿por qué no se ha perseguido, denunciado, encausado? Los nazis dejaban testimonio por triplicado de cada atrocidad, pero en España lo que no quedaba santificado por ley quedaba oculto bajo la alfombra, apenas cartas sueltas de párrocos o monjitas dejaban traslucir la dimensión del abismo. Sin embargo testimonios de madres los hay por cientos, gracias a los cuales pude desentrañar para mi novela Soles negros los perversos mecanismos que se utilizaron para que semejante desatino sucediese de una manera institucionalizada y legal. «A mi hijo se lo llevaron a bautizar y nunca más me lo devolvieron». «Nos hacían formar en un patio, venían familias, elegían a un crío y se lo llevaban». «Le dijeron a mi madre: a tu hija se la han llevado, han estado aquí unas monjas y se la han llevado a ella y a tres más». «Me mentalizaban para que fuera en contra de mi padre y de la España democrática y republicana. Tenía que ser como ellos, como los vencedores. Toda mi educación ha sido el Cara al sol y el Padrenuestro. Me robaron la infancia, me mataron en el 36. Soy un muerto en cuanto a lo que iba a ser». «Yo he tenido cuatro nombres. Al nacer, mis padres me ponen María del Carmen Calvo García. Al perderme en el sur de Francia, como no recuerdo los apellidos, me inscriben en el consulado español de Burdeos como María Expósita. Al repatriarme a España, con la Ley de 1941, me cambian los apellidos y me ponen María Pérez Gómez. Y finalmente, mis padres adoptivos, los de Jumilla (Murcia), me bautizan como María Lucas García. Aquella ley permitía poner apellidos a boleo a los hijos de rojos. Si no me hubieran borrado mis apellidos me habría encontrado con mis hermanos mucho antes».
Por último, existe una incómoda paradoja que no podemos dejar de apuntar: antes de la creación del Auxilio Social los niños morían por centenares, desnutrición, paludismo, fiebres Lo llamaban debilidad congénita. Les animo a pensar sobre todo esto y a sacar sus conclusiones