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ANTONIO CORBILLÓN
Martes, 8 de octubre 2019, 04:45
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Estos días se cumplen treinta años del nacimiento de una de las razas caninas más exitosas. Todo empezó por la conmiseración que sintió el talentoso criador australiano Wally Conron al conocer la historia de una mujer ciega cuyo marido tenía alergia al pelo de los perros. Conron buscó un cruce entre dos canes en los que se pudiera combinar la obediencia y una lana hipoalergénica. Se le ocurrió juntar a un labrador retraiver con un poodle (el caniche convencional). Después de tres años de ensayos genéticos, el resultado fue el labradoodle. Basta una foto para enamorarse de estos animales de suave color crema.
Hoy, al nonagenario Conron le han entrado ansias de confesión. Hace unos días reconocía a la cadena ABC News que aquel cruce fue un error. «Muchos están locos. He creado un monstruo Frankenstein», lamenta este atribulado criador.
Aparte de locos, sus vidas pueden ser un pequeño infierno. Muchos heredan de su 'trozo' caniche la enfermedad de Addison (deficiencia hormonal), además de epilepsia, tráquea colapsada... Y de la parte labrador sufren luxación rotuliana o displasia de cadera. Y sin embargo, Conron se pregunta: «¿Por qué los siguen criando?».
La respuesta está en el mercado canino. Tener un perro de diseño, un híbrido a la carta que se adapte a los deseos de una clientela eminentemente urbana, está convirtiendo la cultura de cría en un saco sin fondo. Hay 300 razas de perro, pero el mercado no deja de forzar nuevos cruces. Incluso «se atrofian musculaturas para contentar la demanda urbanita», denuncian algunos criadores.
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