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Ignacio Álvarez y Ángeles Fernández, de 83 y 79 años, en su casa de Luanco. A.G.-O
«No es una guerra con armas, pero sí muy dura»

«No es una guerra con armas, pero sí muy dura»

Los asturianos de más de 65 años viven el confinamiento con serenidad. Su mayor preocupación no es su propia salud, sino el futuro de sus hijos

INFORMACIÓN DE AZAHARA VILLACORTA, MARTA VARELA, ALEJANDRO FUENTE, GLORIA POMARADA, JUAN VEGA, ROSALÍA AGUDÍN, ANDREA ARRUÑADA, ALICIA G-. OVIES Y ALEJANDRO JAMBRINACHELO TUYA

Domingo, 26 de abril 2020, 03:09

De la guerra acuérdome como si fuera hoy. Veía la aviación todos los días. Y, desde aquella, no hubo ningún espantu parecidu». Lo dice Josefa Delmiro. Una naveta afincada en la localidad sierense de Granda que, a sus «92 años para 93», conserva una lucidez y una memoria envidiables. Pero también lo piensa Juana Moreno, a la que parieron en Córdoba hace 82 años, pero que desde los siete años es más de Tuilla que el prau de la jira, aunque tenga piso en Gijón, para estar cerca del hijo y la nieta. «Esto no es una guerra como la otra, con armas y bombas, pero sí muy dura».

Los asturianos que copan la pirámide poblacional, los que han cumplido (y rebasado) los 65 años viven el confinamiento con serenidad y seriedad. Todos tienen miedo al contagio, pero, sobre todo, Josefa, Juana, Ángel, Gervasio, Encarnación, José Antonio, Pilar, Gonzalo y el matrimonio formado por Ignacio y Ángeles, tienen miedo al futuro de sus hijos. Y así se lo cuentan a EL COMERCIO. Desde su encierro.

«No salgo de casa desde el día en que se decretó el confinamiento», asegura Ángel González, Gelito, el histórico esquiador de Pajares, miembro de Los Galgos, los impulsores de la estación invernal lenense. En Pola Lena vive y, a sus 77 años, lanza un mensaje claro: «Hay que seguir adelante».

Lo hace él manteniendo una rutina diaria que consiste en levantarse «no muy pronto. Luego desayuno, veo la tele un rato y leo algo. Ya, después de comer, vemos en casa alguna película y hago algunos ejercicios con las piernas y camino un poco por el piso». Un ejercicio obligatorio porque se recupera de un ictus que sufrió en 2017.

Eso sí, los paseos que le gusta dar por la calle, de momento, no los puede realizar. «Esto va a tardar en arreglarse y, seguramente, después de que remitan los contagios, igual hay que mantener otro tipo de cuarentena para evitar nuevos rebrotes. Son cosas raras que pasan», comenta.

Pero confía en que algún día podrá volver a dar esos paseos y regresar a las tertulias con los amigos tomando un café. «Es que esto sí que es una situación de lo más extraordinaria, y que está ocurriendo en el todo el mundo, ¿eh?».

Extraordinaria, pero no tan dura como una Guerra Civil brutal y sangrienta que obligó a muchos a emigrar. Como le ocurrió a Gervasio López, que tuvo que trasladarse a Uruguay en plena posguerra, para luego vivir en varios países europeos hasta asentarse en Suiza.

A sus 80 años, ha escrito «un libro de memorias de mil páginas». En ellas recuerda cómo de pequeño sobrevivió al tifus y a la gripe asiática, las potentes fiebres y los consejos de galeno, por eso sabe que esto «no es una broma» y llama a cuidarse. Él ha dejado de pasear, aunque se airea en el jardín y también se entretiene con sus nietos, aunque ellos no quieren ponerle en peligro.

Más le cuesta no salir a Encarnación Martínez, porque ha sido durante casi sus 88 años de vida pastora en Picos de Europa. Sin embargo, la pandemia del coronavirus ha hecho que para esta mujer curtida en las majadas del Parque Nacional se tornen en realidad aquellas historias de enfermedades que le narraban sus antepasados cuando aún era una niña. De la mal llamada gripe española de 1918 recuerda como «oía a mis padres y abuelos que de aquella murió mucha gente», cuenta desde el pueblo de Tielve, donde reside y pasa el confinamiento junto a su familia. «Estoy bien, en casa y entretenida haciendo la comida», explica.

Trata de sobrellevar la distancia y las ganas de ver a parte de sus cinco hijos, que viven en Oviedo y Gijón. «El otro día fue el cumpleaños de un nieto», lamenta Encarnación, que dice haber llegado tarde a los inventos con los que se mantienen en contacto sus descendientes: «Ellos hablan por el whatsapp».

Inevitable es también en estos días echar la vista atrás y comparar. Nacida en el seno de una familia de queseros, comenzó ya de niña a ejercer como pastora en la majada de Ondón y la Jelguera de Bulnes. Tras casarse a los 27 años, pasó a Pandébano y, finalmente, a Tielve. «Hoy tenemos que comer gracias a Dios, hay vacas, ovejas, corderos, se hace matanza...», enumera. Al vivir en un pueblo puede incluso asomarse a la puerta de casa para respirar el aire de los Picos de Europa. «En Gijón y Oviedo no pueden salir», recuerda.

«No somos holandeses»

Pero sus compañeras de generación de Gijón y Oviedo no piensan en salir de casa. Juana Moreno, de Tuilla, pero con piso en Gijón, y Pilar Álvarez, con casa en Villaperi, lo tienen claro «no se puede salir, no podemos contagiarnos». La ovetense, de 76 años, vive en la casa familiar de Villaperi donde crió a sus seis hijos, en la que vive con uno de ellos y de la que «casi no salgo, solo a dar de comer a las gallinas». La de Tuilla, ni baja a la calle a su perra Nora. «Vienen mi hijo o mi nieta, se la dejo en el felpudo y, luego, me la dejan ahí. Ni les veo. No podemos arriesgar». Un hijo y una nieta que insistieron en que fuera a vivir con ellos. «Pero, de eso nada, mientras me valga por mí misma, yo estoy en mi casa».

Ambas son conscientes de que «esto es muy gordo. No es una guerra con armas y bombas, pero es una guerra muy seria», dice Juana. Y con ella coincide Pilar: «Tengo miedo porque no lo veo nada claro. A una de mis hijas le han hecho un ERTE, dos son autónomas y otras dos están teletrabajando. El otro trabaja en la factoría de Campofrío, en Barcelona, y dice que nunca ha trabajado tanto» .

Como ella. Como tiene en su casa una máquina de coser, hace mascarillas y esta misma semana una policía local de Siero fue a buscar «treinta». «Yo las corto de la tela que me traen y las coso». Después se las llevan para donar.

Juana teje. Mucho. «De dos jerséis viejos hago uno. Ahora estoy haciendo un rosetón», porque no salir de casa no quiere decir que ella no esté activa. «No paro en todo el día. Me gusta estar informada». Y lo demuestra: «Menos mal que no somos holandeses, porque si no, a mis 82 años no me llevarían a un UCI si la necesitara. ¿Cómo pueden decir esas cosas?», protesta enfadada.

Ambas están preocupados por el futuro de los suyos. Como Josefa Edelmiro. Viuda desde hace muchos años y costurera de profesión, Josefa está preocupada por las consecuencias económicas de la pandemia: «Esto ye un desequilibriu tremendu y conlleva unas pérdidas enormes. Son muchos millones los que se van y no se sabe cómo van a volver».

También está preocupado Gonzalo Casielles, aunque tira de buen humor: «Llevo tantos días sin salir que estoy empezando a estudiarme los planos de la casa por dentro». El que fuera trompetista de la madrileña sala de fiestas Pasapoga y profesor en el Conservatorio Municipal Julián Orbón, a sus 89 años dice que, ahora, «no me apetece tocar nada». Está preocupado por cómo se están dando las cosas y se le nota en la voz. «Me recuerda a las enfermedades que había antes, es mucho más peliagudo e inquietante de lo que nos parecía».

Más animado está el cronista de Lugones, José Antonio Coppen. «Hay que pensar que, aunque no podamos salir de casa, la mayoría tenemos la suerte de tener nuestras necesidades cubiertas», comenta mientras recuerda que tiene pendiente el visionado 'online' de una de las obras del dramaturgo asturiano Alejandro Casona. Su positividad contrasta con la 'tristeza' de las calles de la localidad sierense que ve cuando «salgo un rato al púlpito», como llama a su pequeño balcón. Pero, a sus 82 años, tiene muy claro que «volverá la primavera con todo su esplendor».

Una que disfrutan desde su casa de Luanco Ángeles Fernández e Ignacio Álvarez. A sus 79 y 83 años, pasan el confinamiento «entre lechugas, fresas y arbejos. Ya lo he plantado todo», reconoce Ignacio. «No podemos quejarnos, tenemos un jardín grande», dice, no como Amada Ordóñez, que vive con su hijo en Sama. A sus 95 años, lo de tener un balcón y no un jardín no le preocupa. «Ya vivimos cosas peores. Ahora, tampoco nos piden tanto: no salir. Es por el bien de todos».

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