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Daniel Castaño
El escándalo político de los cerdos en Cangas de Onís

El escándalo político de los cerdos en Cangas de Onís

En 1915, en plena pugna de aliadófilos y germanófilos, Cangas de Onís fue salpicada por un presunto escándalo político protagonizado por cientos de cerdos

arantza margolles

Lunes, 6 de mayo 2019, 04:06

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La ovación, según se recordó en los periódicos más conservadores, duró varios minutos y a punto estuvo, aunque metafóricamente hablando fuera, de hacer caer los palcos del madrileño Teatro de la Zarzuela. Era el 31 de mayo en Madrid, en el año en que se desangraba Europa y, en el centro del escenario, Juan Vázquez de Mella había lanzado el discurso de su vida. ¿Recordaría el parlamentario tradicionalista, en aquellos momentos de emoción absoluta, su infancia feliz en Cangas de Onís, patria suya y también la de su madre? Quien, desde luego, sí lo estaba teniendo muy en cuenta no estaba en el noble auditorio, sino en la redacción de la revista 'España', recién fundada por Ortega y Gasset y, en el asunto que había centrado el discurso de Mella, rotundamente contraria a la postura del cangués. Doce días después del acto, en la sexta página de su número 20, 'España' levantó la liebre, o más bien el cerdo: el hombre de moda, decían, había roto el pacto de neutralidad que, desde el principio de la I Guerra Mundial, impusiera el gobierno español.

Habrá que ponerse en antecedentes. En Europa estalló la Gran Guerra y el gobierno, sabedor de la flaqueza del ejército español, que ya estaba dando disgustos en el Rif, impuso la neutralidad. Ni se intervendría militarmente en la contienda ni se exportarían productos de primera necesidad, como la carne fresca, para evitar una crisis de subsistencias en España. En esa coyuntura surgieron los germanófilos, partidarios de Alemania y frecuentemente escondidos tras el paraguas de la neutralidad, y los aliadófilos, que reclamaban una intervención militar y política para salir en ayuda de Inglaterra y Francia, los países por los que, tras el Desastre del 98, pasaba la sostenibilidad económica de España.

«Sin embargo, esta neutralidad que defienden», afirma 'España', aliadófila como la clase intelectual que la sustentaba, «con ridículos discursos tonitruantes (sic) no les impide a la callada apoyar los menesteres de los Imperios centrales». Todo había empezado, aseguraban, en una tiendecita de la madrileña calle de Fuencarral, regentada por un alemán, a la que un día, antes de empezar la Guerra Mundial, se allegó Vázquez de Mella acompañado de un sacerdote. Mella y el clero, el clero y Mella, y Alemania de por medio. En tiempos raros se crean extraños compañeros de cama y en aquellos años de la inminente debacle bélica los más fervientes católicos alababan de Alemania su fervor, protestante, sí, pero religioso a fin de cuentas, en contraposición con la inmoral Francia; su estado autocrático y su amor por la disciplina militar. Y, evidentemente, que no eran enemigos seculares de España, como sí lo fue la Pérfida Albión, que no soltaba ni muerta a Gibraltar, o el vecino gabacho.

Así que solo tuvo que estallar la guerra para que España se dividiera en dos bandos. El del cangués, carlista y ferviente patriota de los de glosar la Reconquista como célula que corría por toda la sangre de los buenos españoles, fue evidente: el que defendía a los alemanes en la contienda. «Al poco de romperse las hostilidades, recibió el alemán una orden de la Embajada para ir a Santander, donde recogería 150.000 marcos en oro». El objetivo: que desde la tiendecita española de Fuencarral, con una moneda en devaluación y ante la carestía total de alimentos en el país en guerra, el tendero germano proporcionase al Imperio carne de cerdo en abundancia, sacada de las mejores dehesas extremeñas y comprada, de decenas en decenas de marranos, a los ganaderos que, con todo aquello de la guerra salpicando los periódicos, no acababan de ver del todo claro cobrar en oro alemán. Pero ahí estaba Vázquez de Mella –siempre según la redacción de 'España'– para ayudar. «Haciendo de Deus ex machina, surge [el de Cangas] en la pequeña tienda y pone en manos del alemán una colección completa de cartas de recomendación para los curas de los pueblos extremeños (…) Entonces intervinieron los curas y, desde los púlpitos, aconsejaron a los suspicaces que tomasen aquel oro protestante sin protestar y que fueran a la casa parroquial, donde les cambiarían el oro por monedas menos temibles».

Fueron, en total, 60.000 pesetas en «materia gruñidora» que, según el chivatazo que había recibido la revista, recorrieron casi toda España en ferrocarril. «Todos los vagones cargados de cerdos iban a dar en un pueblecito asturiano, donde fueron descuartizados y transmitidos» –hacia Alemania, se entiende–. «Este pueblecito asturiano», ¡bingo!, «es Cangas de Onís, patria del señor Vázquez de Mella». ¿Partió, hace ahora ciento cuatro años, pingüe número de paquetes de carne fresca de cerdo de Cangas hacia Alemania, contraviniendo las órdenes del gobierno central y con la necesaria connivencia de nuestro más ilustre paisano en tiempos? Nunca nadie lo aclaró ni lo negó. ¿Propaganda de guerra o escándalo político que no llegó a ser? ¡A saber!

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