Borrar
Calle La Camara con el convento de la Merced al fondo.
Pedro Alonso, el flagelante de Sabugo

Pedro Alonso, el flagelante de Sabugo

Unas actas del Tribunal de la Inquisición digitalizadas en PARES narran la escandalosa historia del mercedario Pedro Alonso, de Avilés, quien gustaba de ser flagelado por sus fieles… y de alguna cosa más

Arantza Margolles Beran

Martes, 26 de febrero 2019, 19:54

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

En la oscuridad del confesionario, la viuda se quedó patidifusa. María Antonia Rodríguez acababa de confesarle su secreto mejor guardado a su nuevo confesor, Francisco Acebal, solo para descubrir que no era, ni con mucho, la única persona a la que fray Pedro Alonso había obsequiado con el dudoso honor de dejar que le azotase el trasero. «No pases pena ni miedo», va y le espeta a la buena mujer el franciscano, «que a otra se lo hizo por reverencia a las llagas de San Ramón». Pudiera parecer una comedia de enredo con altas dosis de chabacanería, pero la historia ocurrió realmente en el Avilés de finales del siglo XVIII.

Las veleidades del mercedario de Avilés

Concretamente en la década de 1770, a finales, y en el Convento de los Mercedarios, inexistente desde las desamortizaciones del XIX y que en aquellos tiempos ocupaba el mismo solar sobre el que hoy se levanta la iglesia de Sabugo. Pedro Alonso, cristiano viejo y fraile a la sazón, quien naciera allá por 1720 (tenía, por tanto, en el momento en que su caso llega al Tribunal de la Inquisición, 59 años) y que había estudiado Gramática en Avilés, Filosofía en Segovia y Teología en Valladolid era, para algunos, un excelente padre espiritual y guía de las almas de los más cuidadosos cristianos de la villa del Adelantado… hasta que se descubrió el pastel: a Alonso le gustaba que sus parroquianas le azotasen en los cuartos traseros, «en la parte en que se da a los niños», y tenía hasta una explicación teológica para el asunto.

El tema no era nuevo, pero sí polémico. Alegaba Pedro Alonso, ahora acusado ante la Inquisición de doctrina falsa, escandalosa y seductiva, que para él flagelarse, o dejarse flagelar, no era más que una forma de acercarse mejor a Jesucristo y al tormento de su Pasión y Muerte. Una idea compartida por no pocos católicos que, sin embargo, a estas alturas de la Historia comenzaban a verse ya con malos ojos. Bajo el influjo de las luces de la Ilustración, cuando ocurrió todo este tinglado en Avilés Carlos III acababa de firmar una Real Orden sancionando los cortejos públicos de flagelantes y la Inquisición controlaba de cerca a quienes practicaban semejante costumbre. Pero el caso de Pedro Alonso iba más allá. Mucho más allá.

Ni solo mujeres, ni solo azotes

Fue una carta fechada en octubre de 1778 y firmada por María Antonia Rodríguez la que puso sobre aviso a los inquisidores sobre las extrañas querencias del fraile. La mujer, viuda de 37 años, aseguraba en la misiva que el religioso le había pedido que le azotase en el trasero con una vara de hilo y que ella, incrédula al principio, había ejecutado la orden después de que éste la convenciera enseñándole unos libritos religiosos en los que se relataban otros casos similares y rodeados de santidad… y de que -¿por qué no decirlo?- le regalase unos zapatos y una mantilla. «Pero usted, padre… ¿cómo me manda lo que me manda?», dijo que le había preguntado Rodríguez al fraile una vez, cuando ya había pasado un tiempo desde el inicio de la flagelante relación. «Tonta, tú haz lo que te mando», replicó el cura. «¡Si supieras lo que ganas!»

Quienes lo sabían mejor que ella eran Antonio Suárez, un oficial de Marina bien situado que tenía la casa en Sabugo, su mujer Gregoria, sus hijos y sus criadas. Alonso era su director espiritual y no reparó en confesar ante el Tribunal sus nombres y las prácticas que ejecutaba con toda la familia. Todos lo sabían, todos habían estado presentes: el fraile, con mucha ascendencia sobre el matrimonio, les había convencido de que, si le azotaban unas tres o cuatro veces por semana, y, sobre todo, si lo hacían con repugnancia, ganarían en indulgencias y en prebendas espirituales hasta el punto de que Gregoria y Antonio solían azotarle en la alcoba de la casa, a plena luz del día y con las ventanas abiertas y llegaron a rogarle que se lo hiciera a ellos de vuelta. Comprometieron en el asunto a María, su hija, y a Faustino, el primer hijo, de otro matrimonio, de Gregoria. «Una vez le hube pegado ciento cincuenta azotes con unas disciplinas de hilo», aseguró en las preliminares del juicio este último -no es cita literal de la transcripción-, «al arremangarse los calzones, vi que llevaba cilicios en los muslos».

Pero aun quedaba mucha gente por hablar.

Hasta setecientas flagelaciones

Fueron, concretamente, ocho hombres a los que Alonso pidió que le azotaran y, al menos, cinco mujeres. Según las propias declaraciones de los feligreses, en las ocasiones en las que los fieles eran jóvenes, Alonso sí accedió a azotarles de vuelta -fue el caso de Manuel Fernández, de 26 años- o incluso a recomendarles que lo hicieran dentro del matrimonio -se lo aconsejó a Luisa Gutiérrez, mujer del anterior-. El 'modus operandi', a tenor de las declaraciones, siempre era el mismo: en su celda del convento o en la casa de los fieles, el fraile se desnudaba de cintura para abajo, elevaba el trasero, se dejaba azotar y, una vez finalizado el suplicio, besaba en manos y pies a los flageladores. Tantos besos en proporción al número de azotes: siempre por encima de cien; 300 si eran por la Santísima Trinidad; 500 si por las Llagas de Cristo y hasta 700 si los golpes se ejecutaban en honor a los Santos Dolores de la Virgen.

En los preliminares del juicio cuyas actas se recogen hoy, digitalizadas, en PARES, Alonso aparenta tranquilidad. No niega la práctica ni lamenta que sus fieles reconozcan haberla ejecutado. Pero Acebal, el franciscano, y un compañero mercedario, Juan Antonio de Otero, fueron más allá: Alonso, aseguraban, había excedido la raya de aquella práctica polémica por lo habitual, aunque estuviera mal vista. Quien mejor podía dar cuenta de ello era Antonia Santiago, una de las criadas de Gregoria y Antonio. Pedro Alonso se había obsesionado con ella. Hasta límites insospechados.

«Por Dios y para Dios»

Antonia Santiago, ahora casada pero que años atrás había servido de cocinera en la casa de Sabugo donde Alonso dio rienda suelta a sus veleidades, no permaneció callada. Aseguraba haber sido víctima del acoso sistemático de Alonso, quien a veces, cuando Gregoria no estaba, se allegaba a la cocina «y la manoseaba entre sus pechos, partes pudendas, y la abrazaba y besaba (…) Se solía poner delante el reo enseñándola sus partes pudendas, y poniéndoselas hasta en la boca, diciéndola que callase y lo supiese por Dios… »

Antonia había sido flagelada por el fraile hasta el verano anterior, según sus declaraciones, y este la había intentado forzar al acto sexual estando ella embarazada «de meses mayores». No lo consiguió. Otra criada del matrimonio, Josefa, de 17 años, acusaba a Alonso de haber intentado forzarla estando enferma en cama, metiéndole las manos por debajo de las faldas y rogándole que, «por Dios y para Dios», le orinase en la boca. Ella, a pesar de todo, no creyó estar siendo víctima de nada malo. Por el contrario, aseguró «estar muy contenta por dar gran servicio a Dios».

Juicio inconcluso

El documento ocupa diecisiete páginas llenas de declaraciones similares a todas las anteriores, pero no arroja luz sobre el destino final de Pedro Alonso. Se termina antes, en una serie de prerrogativas para su estancia en prisión hasta que llegase el juicio: esta debía de hacerse, dictó el Tribunal, «en cárceles secretas, con embargo de su pecunio». Sí sabemos que el fiscal no tuvo piedad. Alonso, que era uno de los pocos frailes mercedarios que quedaban ya en Avilés -en el catastro de Ensenada, ejecutado pocos años atrás, no llegan a treinta- fue acusado de «doctrina errónea, falsa, temeraria, sumamente escandalosa y seductiva, prácticamente blasfema, herética o muy próxima a la herejía», y de ser «sospechoso de Levi en grado muy superior en esta línea».

No es de extrañar. Doscientos cuarenta años después, los pecados del fraile Alonso aún escandalizan. ¿Volvería alguna vez el místico fraile a Sabugo… con los cilicios lacerándole la piel?

Causa contra Pedro Alonso.
Causa contra Pedro Alonso.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios