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FLORENTINO FELGUEROSO
Viernes, 25 de junio 2010, 04:33
Los problemas de empleo juvenil están íntimamente ligados con nuestro modelo productivo, desde el alto paro estructural, hasta el abandono escolar o el desajuste educativo y la precariedad laboral de nuestros titulados universitarios. Son fenómenos que condicionan la entrada en el mercado de trabajo y que se han ido convirtiendo en permanentes afectando también al resto de la vida laboral. Pero, además, nuestros jóvenes están doblemente castigados por esta crisis: por una parte, al paralizarse la contratación se van acumulando cohortes que ven retrasadas sus primeras experiencias laborales y, por otra parte, nuestro peculiar modelo de ajuste basado en la destrucción de empleo temporal, es decir, en la regla pura y dura del 'último en llegar, primero en salir' (conocida como regla del LIFO), también se ha cebado en especial en los jóvenes.
Nuestras instituciones laborales (la regulación contractual y la negociación colectiva) y las políticas pasivas (las prestaciones por desempleo) y las activas (subvenciones y políticas de formación) pueden ayudar o empeorar los problemas de empleo juvenil. En cada una de las reformas laborales implementadas en España desde el inicio de la democracia, estos problemas han estado muy presentes y se han pretendido resolver con cambios en la regulación o políticas del mercado de trabajo. ¿Qué decir de la reforma laboral en curso? Pues, que de momento, al igual que las anteriores, no ataca de raíz los problemas de empleo juvenil y que en lugar de aliviarlos, en algunos aspectos, puede incluso agravarlos.
La dualidad laboral. La eficacia de la actual reforma descansa casi en exclusiva en la clarificación de los despidos objetivos. Esta medida es necesaria en el medio-largo plazo, pero puede tener efectos perversos en el corto. Si la reforma fuera realmente eficaz otorgando en la práctica la procedencia a los despidos por causas económicas de forma generalizada, la rebaja de la indemnización por despido sería considerable y el efecto sobre la tasa de empleo juvenil podría ser apreciable. Pero, también, se aplicaría a los contratos vigentes, por lo que podría romper la regla del LIFO (el mayor ahorro en indemnizaciones por despido se produce entre las personas de más edad). Lo que podría ser más beneficioso para los más jóvenes no lo sería para los mayores; un riesgo que no se correría si se fuera a un contrato único con indemnizaciones crecientes con la antigüedad, como el que proponemos en el 'Manifiesto de los 100'. Este contrato, precisamente, tiene como principal objetivo beneficiar la estabilidad laboral de los más jóvenes, sin por ello perjudicar a los de edad más avanzada.
La negociación colectiva: los convenios colectivos fijan unos salarios mínimos cuyas diferencias entre categorías profesionales, pongamos entre el ingeniero o licenciado y un peón, son relativamente pequeñas y se han mantenido prácticamente inalteradas durante décadas. Este empeño en comprimir los salarios supone en la práctica que éstos sean altos para los entrantes en el mercado laboral, penalizando el empleo juvenil, y que los 'premios' a la educación sean bajos, alimentando el abandono escolar. Facilitar el descuelgue de los convenios colectivos de sector, como se hace en esta reforma, es un gran avance para evitar mayores presiones salariales y despidos en momentos de crisis, sin embargo dejarán los salarios relativos inalterados. Por ello, se necesita una reforma más profunda de la negociación colectiva, para que sea más sensible con nuestros jóvenes. Se podría empezar por una mayor centralización de los convenios de sector, dado que existe evidencia de que la compresión salarial es mayor en los de sector provincial. Aun así, no sería suficiente. Para que nuestros agentes sociales se acercasen más a nuestros jóvenes, se deberían cambiar las reglas del juego, en especial, aquellas por las adquieren su representatividad, las elecciones sindicales.
Los contratos formativos y las subvenciones. Desde la transición decidimos seguir un modelo de fomento del empleo juvenil 'a la francesa': facilitar la entrada de los jóvenes al mercado de trabajo con contratos formativos, en un contexto en el que la formación profesional no es dual, sino casi un 100% reglada y alejada de la colaboración empresarial. Que el paro juvenil siga siendo estructural tres décadas después debería ser prueba suficiente de que ésta no es la vía adecuada.
Estos contratos, además, han sido el origen de varias polémicas, leitmotiv de huelgas generales como la de 1988 o los famosos 'contratos basura' de la reforma del 1994. Para que el contrato de formación fuera atractivo debía rebajar los costes laborales. Como los sindicatos se han opuesto reiteradamente por una rebaja vía salarios en estos contratos, se optó por la bonificación o subvención, una opción para nada neutral. Al mantener los salarios altos, se incentiva el abandono escolar en edad temprana. Además, las subvenciones tienen efectos perversos como incentivar el desajuste ocupacional, el fomento de los empleos de 'usar y tirar'.
Pues bien, en esta reforma no sólo se ha apostado por insistir en la misma línea sino incluso por empeorar las cosas; se vuelve a concentrar gran parte de las subvenciones en los jóvenes sin formación, las incrementa, también aumenta el salario mínimo en el segundo año del contrato de formación (al tener que pagarlo incluso en las horas dedicadas a la formación) y además se les conceden plenos derechos a las prestaciones por desempleo. Sin duda, el peor de los escenarios para combatir el abandono escolar y cambiar de modelo productivo, pero a cambio los contratos en formación no serán en esta ocasión el 'leitmotiv' de la huelga en septiembre.
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