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El general John Sedgwick subestimó la puntería del ejército enemigo. Biblioteca del Congreso de EE UU
«Tranquilo, la pistola no está cargada» y otras últimas palabras antes de morir
¿Sabías que...?

«Tranquilo, la pistola no está cargada» y otras últimas palabras antes de morir

Uno no siempre acierta con la frase para despedirse de este mundo

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Domingo, 29 de noviembre 2020, 00:03

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«Siembren mi tumba de bellotas»

Cuando uno se muere, no suele estar pensando en dejar una frase brillante para la posteridad, aunque no faltará quien sí lo haga. El escritor alemán Werner Fuld recopiló en su 'Diccionario de últimas palabras' cientos de los mensajes con los que figuras ilustres se despidieron de este mundo, en una colección que abarca desde lo sublime hasta lo grotesco. Lo ideal, claro, es soltar una idea que redondee el personaje que uno ha cultivado en vida. Ahí está, por ejemplo, el último deseo de Maquiavelo: «Yo quiero ir al infierno, no al cielo, donde solo podré encontrar mendigos, monjes y apóstoles. En el infierno estaré rodeado de papas, príncipes y reyes». O el del tremendo Marqués de Sade: «La tierra sobre mi tumba debe quedar sembrada toda de bellotas, de manera que desaparezca cualquier señal de mi sepultura, esperando que, con ello, se extinga de la memoria de los hombres el recuerdo de mi existencia». Oscar Wilde, al ver que entraban dos médicos a verle, tuvo tiempo para una ironía final: «Muero como he vivido siempre, por encima de mis posibilidades». Y el poeta Heinrich Heine se despreocupó de sus pecadillos: «Dios me perdonará, es su oficio». Claro que, cuando uno ha ejercido de inconformista, la mejor manera de largarse es con un portazo, como el poeta alemán Jakob Haringer y su «me cago en el mundo».

«La cortina, por dentro de la bañera»

A menudo, en las últimas palabras se acaban deslizando las obsesiones del moribundo, que no siempre tienen fácil encaje en un momento de tanta trascendencia. Conrad Hilton, fundador de la cadena hotelera que lleva su apellido, optó por dejar una instrucción postrera para sus empleados: «La cortina hay que ponerla por dentro de la bañera». De Humphrey Bogart cuentan que centró su mensaje final en una de sus grandes aficiones: «No debería haber cambiado el whisky escocés por los martinis». Y, en fin, puede ocurrir que uno haga balance de sus logros y no quede del todo satisfecho con el resultado: «Solo un hombre me entendió una vez, y ni siquiera él me entendió», vino a ser la conclusión vital del filósofo Hegel. Seguramente se trataba más de un reproche al resto del mundo que de una autocrítica.

«¡Que todos sus hijos lleguen a obispos!»

Asombra cuántas de estas últimas palabras tuvieron como destinatario a algún religioso, empeñado en brindar consuelo y paz espiritual al enfermo. En este apartado, resulta emblemática la frase de Marlene Dietrich: «¿De qué voy a hablar yo con usted? ¡Tengo una cita ahora mismo con su jefe!». El poeta francés François de Malherbe le espetó al cura: «Callaos de una vez, vuestro estilo deplorable me repugna». Y el filólogo Arthur Cook no pudo contenerse mientras le leían unos salmos: «¡Eso está mal traducido!». Pero no todo ha sido negatividad ante acompañantes tan piadosos: el dramaturgo irlandés (y portentoso bebedor) Brendan Behan se conmovió al ver cómo le cuidaba una monja y quiso expresarle sus mejores deseos. «¡Que todos sus hijos lleguen a obispos!», le dijo.

«No podrían acertarle ni a un elefante»

Existen dos categorías muy especiales en este universo de discursos finales. Una es la de los ejecutados, que, al fin y al cabo, tienen tiempo de preparar algún golpe de efecto. El poeta francés André Chenier, antes de ser guillotinado, deploró su triste destino: «¡Lástima de cabeza! Creo que aún le queda algo dentro». Y el revolucionario George Danton se dirigió al verdugo: «¡Muestra a la gente mi cabeza, merece ser vista!». Otro grupo singular es aquel en el que las últimas palabras fueron también un último y gravísimo error: «No te preocupes, no está cargada», tranquilizó a un amigo el roquero estadounidense Terry Kath mientras se ponía la pistola en la sien. Y, en plena Guerra de Secesión, el general unionista John Sedgwick valoró así al ejército enemigo que tenía delante: «Esos no podrían acertarle ni a un elefante a esa distancia».

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