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Carmen Prieto y Dori Meana, en una consulta del Centro de Especialidades Avelino González. JOAQUÍN PAÑEDA
«Ella me salvó la vida»

«Ella me salvó la vida»

Son esenciales y no siempre reconocidas, son mujeres que con su trabajo, su ayuda y su apoyo cuidan y le facilitan el día a día a otros

AIDA COLLADO

Domingo, 7 de marzo 2021, 01:37

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De las pocas cosas buenas, buenas de verdad, que tienen las crisis gordas, gordas de verdad, es que sirven para separar el polvo de la paja. Para coger perspectiva. Para poner la salud en lo alto de la pirámide de prioridades, justo al lado de la calidad de vida. Ambas, a años luz de actividades que hace un año obtenían nuestro aplauso y que hoy se han vaciado de significado y desaparecido detrás de lo verdaderamente importante. Resulta que era más valiosa la ayuda de la vecina que un décimo premiado. Un favor que una Champions. Una mano amiga que todo el oro del mundo y un vientre plano. Esas labores de acompañamiento, de cuidado, que están profundamente feminizadas y rara vez se reconocen como corresponde, se han revelado imprescindibles durante un año marcado por la covid. Posiblemente no será con dinero -tropezaremos dos veces con la misma piedra- ni atendiendo a sus reivindicaciones, pero la sociedad está en la obligación de reconocer la labor de esas mujeres esenciales. Hoy, muchos de los beneficiarios de su celo, de su cercanía, de su profesionalidad o de su mimo utilizan estas páginas para dar las gracias.

Es el caso de Carmen Prieto, que este año ha subido sin intención de volver a bajarla de un altar a su enfermera, Dori Meana. «Ella fue quien me sacó adelante», reconoce emocionada. Su historia comenzó hace poco más de un año, el enero en el que ya creíamos saber lo que era el coronavirus. Cólicos. Visitas a Urgencias. Dolores relegados por la que se venía encima, hasta que en mayo consiguió que la derivasen al especialista de Digestivo. El diagnóstico de cáncer de colon llegó en verano. Después, los retrasos para la operación, debido a la situación. Las complicaciones que siempre llegan cuando menos falta hacen. La bolsa de ostomía y ninguna seguridad en salvar la vida. De toda esta apoteosis, Carmen tiene claro cuál fue el peor día. Tras la operación, y con los servicios sanitarios llegando a más de lo humanamente exigible, se encontró en casa con «aquello que no sabía manejar, ni cambiar, ni limpiar, que no iba bien y no sabía qué hacer, no tenía ni recambios». Perdida, junto a su marido, «uno de esos hombres de quitarse el sombrero», pero igualmente impotente ante la situación. «Llamé al Centro de Especialidades Avelino González y me dieron cita para el día siguiente». Fue entonces cuando su vida se cruzó con la de Dori, «la mejor: nos explicó todo, nos tranquilizó, me dio la seguridad probada de que solo tenía que coger el teléfono y llamarla si pasaba algo. Me dio todo el apoyo, me dio la vida». Pero hubo una complicación más y una orden clara: «Yo quería esperar para volver a meterme en el quirófano, porque me daba miedo la covid, pero ella me mandó que fuese a casa, hiciese la maleta y subiese ya a Cabueñes». Una decisión que permitió que, tras apagar el último fuego, este enero, en el que -esta vez sí- ya sabíamos lo que era el coronavirus, le dijese adiós a la bolsa. «Entiendo que la pandemia es mala. Sin enfermar de covid, muchas personas hemos estado a punto de irnos. Yo no sé qué habría hecho sin Dori, ella fue la que me sacó adelante».

Fátima Mahdaoui, con un hijo de 4 años a su cargo, encontró en Belén Suárez la mano amiga que necesitaba cuando la covid la dejó sin trabajo y mucho más. La promotora de las Meriendas-Cenas en el Oviedo Antiguo se aseguró periódicamente de que tuviese «pañales para el niño, champú» y otros muchos productos de higiene, como mascarillas y gel hidroalcohólico. «Es una persona muy especial», la elogia.
Fátima Mahdaoui, con un hijo de 4 años a su cargo, encontró en Belén Suárez la mano amiga que necesitaba cuando la covid la dejó sin trabajo y mucho más. La promotora de las Meriendas-Cenas en el Oviedo Antiguo se aseguró periódicamente de que tuviese «pañales para el niño, champú» y otros muchos productos de higiene, como mascarillas y gel hidroalcohólico. «Es una persona muy especial», la elogia. Piña

Lo hizo con mucha paciencia y dedicación, le concede Carmen. La misma que muestra con el resto de sus pacientes. La misma que la ha llevado a conseguir un móvil y un busca para desempeñar su trabajo cuando así lo obliguen estos tiempos raros. La que la empuja a, finalizadas las consultas del día, coger de nuevo el teléfono para tratar ella misma con Atención Primaria y que a ninguno de sus pacientes le falte material. Esta enfermera estomaterapeuta lo lleva en la sangre y en la formación. 33 años trabajando. Muchos, dedicados a la educación de pacientes. «Personas muy agradecidas, que a mí me aportan muchísimas cosas positivas para mi vida en lo profesional y lo personal, con los que aprendo cada día».

La misma adoración que Carmen siente por Dori se refleja en los ojos de Nieves Rodríguez cuando mira a Mónica Álvarez, auxiliar de enfermería y, sobre todo, su «reina». Nieves convirtió la residencia en su casa «el 10 de enero hizo cuatro años», cuando el Hospital Gijón abrió sus puertas. «Fui la primera», cuenta orgullosa. A entonces se remonta su pasión por Mónica: «Ella es la hija, la madre, la amiga, la consejera, la compañera... Y no sigo, porque se me van a enfadar las otras», dice con una absoluta lucidez. Quizá la que se obtiene tras 92 años de experiencia, un matrimonio y un «arrejuntamiento». Nieves pasó la covid -«na, no me dio muy fuerte. Quince días en la cama y listo»- y ahora sueña con volver a las horas de risas y cancios diarios en el parque de Begoña, con su grupo de amigos del barrio. «Canto muy mal, pero somos tantos que no se nota». ¿Cuál fue el papel de Mónica este año? «Ye importante pa todo, única. Nos cuenta, nos anima», responde cogiéndole la mano. La auxiliar, delineante hasta que la crisis de la construcción la reencontró con su vocación primera, le devuelve el gesto con mimo. Y con entrega: «Tengo una hija de 16 años que no sale. Yo no puedo enfermar, me cuido mucho para ello, no puede traérmelo a casa, así que cumplimos todos».

Vecinas de toda la vida, siempre se han ayudado. Este año, Toñi Fernández, reponedora en un supermercado, se ha encargado de que a Nieves Iglesias no le falte de nada. Y a la mismísima puerta de casa. Nieves valora que su amiga «esté para cualquier cosa que necesite». Y lo premia con «fabes, patatines y huevos de les sus pites». Un intercambio de favores y, sobre todo, de amor, que durará mucho más que la emergencia sanitaria.
Vecinas de toda la vida, siempre se han ayudado. Este año, Toñi Fernández, reponedora en un supermercado, se ha encargado de que a Nieves Iglesias no le falte de nada. Y a la mismísima puerta de casa. Nieves valora que su amiga «esté para cualquier cosa que necesite». Y lo premia con «fabes, patatines y huevos de les sus pites». Un intercambio de favores y, sobre todo, de amor, que durará mucho más que la emergencia sanitaria. Nosti

Ese sentido de la responsabilidad es el que lleva a Carmen Diego a volcarse en su trabajo de auxiliar de ayuda a domicilio, «pese a la falta de reconocimiento», al real decreto que no le reconoce el contagio de covid como enfermedad profesional y, «como premio final, los pliegos que el Ayuntamiento aprobó y que nos subastan a tres empresas». Todo, aunque doloroso, se queda en un segundo plano cuando habla de Javier. Viudo. Más de 90. Sin hijos ni familia, vive solo y hay días en los que solo habla con ella. Javier va perdiendo amigos y la sordera no ayuda a socializar. Todo lo contrario. Él es parte de ese nutrido grupo de personas que se quedó fuera de los servicios mínimos y dejó de recibir las tres visitas semanales de Carmen, para hacer lo que haya que hacer y hablar de lo que haya que hablar. La atención pasó a ser telefónica. Diez minutos de conversación al día, de análisis de la situación, porque Javier solo se fía de Carmen, en los que «lloraba y preguntaba cuándo iba a volver», sobrepasado por la soledad. Minutos en los que también confesaba qué hacía falta en casa. Y ella, al día siguiente, se lo llevaba. Pero no podía quedarse. Solo le tranquilizaba al otro lado del teléfono, le convencía de que todo pasaría pronto, de que tenía que protegerse, de que «cualquier cosa que necesitara yo iba a estar allí». Con paciencia para entender y hacerse entender. Con dedicación. «Nadie se imagina la alegría que se llevó cuando se acabaron los servicios mínimos y volví a su casa», cuenta ella. «Ay, Carmina...», la llama él.

Javier, de 90 años, ha visto cómo muchos de sus amigos se han ido. La sordera no ayuda a socializar. La auxiliar de ayuda a domicilio que durante estos meses le ha cuidado –por teléfono, durante lo más duro del confinamiento, y de vuelta a su casa tres días por semana, después– es su vínculo con el mundo. Carmen Diego ha aliviado su soledad: es la única persona a la que le cuenta todo. «Su única compañía».
Javier, de 90 años, ha visto cómo muchos de sus amigos se han ido. La sordera no ayuda a socializar. La auxiliar de ayuda a domicilio que durante estos meses le ha cuidado –por teléfono, durante lo más duro del confinamiento, y de vuelta a su casa tres días por semana, después– es su vínculo con el mundo. Carmen Diego ha aliviado su soledad: es la única persona a la que le cuenta todo. «Su única compañía». Tuero

Fue mucho, pero no todo el compromiso y el apoyo llegaron estos meses desde el ámbito sociosanitario. La ayuda llegó de todos los puestos y sectores. En el caso de Toñi Fernández (61 años que no aparenta) y Nieves Iglesias (91, que tampoco), todo empezó hace mucho con una pregunta: «¿Necesites algo?». Y hasta hoy. Desde entonces, han pasado más de dos décadas en las que han formado un tándem invencible que las modernas pondrían como ejemplo de sororidad, en el que la primera, reponedora en un supermercado, se encarga de llevarle puntualmente «el suministro» a la segunda y, junto a los productos esenciales y «algún caprichín como chocolate y galletes», EL COMERCIO, que Nieves sigue leyendo a diario con la curiosidad intacta.

«Hoy por ti, mañana por mí»

Estas dos «vecinas de toda la vida» a las que separan treinta años exactos («me acuerdo de cuando nació y otra vecina vino a decírmelo contentísima», relata la más veterana) y que viven a apenas dos minutos caminando cuesta arriba o cuesta abajo, según quien lo mire, en la localidad sierense de Granda, las dos viudas, son el ejemplo de que la unión hace la fuerza. Algo que saben muy bien en los pueblos asturianos, donde hasta hace no tanto las sestaferias y las esfoyazas eran su habitual «hoy por ti, mañana por mí». Porque, si Toñi le hace a Nieves la compra y «está para cualquier cosa que necesite y mucho más de lo que le pidas, porque más buena no la hay», desde ayudarla a sintonizar la tele cuando no puede ver «la PPA» hasta localizar un audífono extraviado en el gallinero, Nieves responde con productos de la huerta, que sigue sallando: «Fabes, patatines... y huevos de les sus pites». Además de querer compartir siempre los décimos de lotería, «porque siempre dice que no quiere morirse sin repartir alguna perra», se ríe la más joven.

Para Nieves Rodríguez, Mónica Álvarez «ye la mejor, en todo». Su «reina». «La hija, la madre, la amiga, la consejera», alaba. Un importantísimo miembro del equipo que la cuidó cuando pasó la covid con «quince días en cama» y los cuidados y cariño de las auxiliares del Hospital Gijón. «Son todes buenísimes, pero ella ye única», dice ante una prudente Mónica. «Ye que ye muy vergonzosa».
Para Nieves Rodríguez, Mónica Álvarez «ye la mejor, en todo». Su «reina». «La hija, la madre, la amiga, la consejera», alaba. Un importantísimo miembro del equipo que la cuidó cuando pasó la covid con «quince días en cama» y los cuidados y cariño de las auxiliares del Hospital Gijón. «Son todes buenísimes, pero ella ye única», dice ante una prudente Mónica. «Ye que ye muy vergonzosa». Tuero

Aunque, a decir verdad, lo de morirse no entra en los planes de ninguna de las dos, porque ellas están más a vivir día a día y a compartir la vida, que «siempre es mejor», y, «cuando toque, tocó». Y con ese mismo espíritu acude todos los días Toñi a su puesto de trabajo, donde varios compañeros ya han enfermado de covid y donde ha visto cambiar las preferencias de los consumidores asturianos a medida que la pandemia evolucionaba: «Del papel higiénico y la harina a las patatas fritas, la cerveza y los licores. Será porque, al estar cerrados los bares, mucha gente hacía el vermú en casa...».

Lo que sí ha cambiado es que Nieves, al fin, ya ha recibido la primera dosis de la vacuna de Pfizer contra el virus y está empezando a ver al final de este túnel que no la deja ir el domingo a misa y, de paso, socializar. Aunque «en un pueblo se lleva todo mucho mejor», cuenta Toñi, que está deseando «poder tomar una botellina de sidra» con las amigas sin tanta distancia ni mascarilla alrededor. «Sobre todo, con vecines así», remata Nieves, que confecciona la lista de la compra durante toda la semana con su letra esforzada y «siempre paga por delante con un billete de cincuenta euros, por si no alcanza».

Otros no tuvieron la suerte de tener una vecina de toda la vida, una red familiar ni un pueblo dispuesto a arroparles. Fátima Mahdaoui llegó a España desde Marruecos hace siete años. La covid, además de dejarla sin empleo -«con el niño en casa, no puedo irme a trabajar»-, trajo consigo toneladas de incomprensión. «La gente me miraba muy mal cuando iba al supermercado, me preguntaban por qué llevaba a mi hijo, me decían que no debía hacerlo. Lo expliqué mil veces. Conté una y otra vez que solo estamos él y yo, que no podía dejarle solo con cuatro años... Al final, me cansé. Dejé de contestar», recuerda. En mayo consiguió que alguien le cuidase y volvió a trabajar a media jornada, al cuidado de una anciana. Pero sabe que, cuando todo esto pase, «es posible que ingrese en una residencia» y ella se quede sin trabajo. De nuevo. Por eso, valora más que nadie la ayuda de Belén Prieto, impulsora de las Meriendas-Cenas del Oviedo Antiguo. Su profesora de castellano le habló de la iniciativa y se enroló en ella. El coronavirus puso punto final a los encuentros de intercambio cultural, pero Belén siguió ayudando a los participantes que se encontraban en situación más crítica con alimentos y productos de higiene, entre los que ahora se encuentran las mascarillas y el gel hidroalcohólico. «Ella es un perfil muy habitual entre la gente a la que ayudamos, muchas son mujeres al frente de familias monoparentales, sin familia aquí, sin nadie que las ayude», explica la ovetense, a quien no le gusta ofrecer únicamente ayuda material -el objetivo de la iniciativa es bien distinto-, pero consciente de que «no podíamos dejarles tirados».

En tercero de carrera y con «tres asignaturas de números» pillaron la gran crisis del coronavirus y la obligada educación digital a Ángela Cortés. «Yo sola no habría podido», asume. Menos mal que contaba con una aliada: Jessica Castaño, profesora de Academia Astur, para lidiar con los apuntes y las pantallas con paciencia y dedicación. No todos los estudiantes han tenido la misma suerte.
En tercero de carrera y con «tres asignaturas de números» pillaron la gran crisis del coronavirus y la obligada educación digital a Ángela Cortés. «Yo sola no habría podido», asume. Menos mal que contaba con una aliada: Jessica Castaño, profesora de Academia Astur, para lidiar con los apuntes y las pantallas con paciencia y dedicación. No todos los estudiantes han tenido la misma suerte. Tuero

La pandemia generó problemas de todo tipo y el que se encontraron los alumnos de colegios, institutos y universidad no fue baladí. Que se lo digan a Ángela Cortés, en el último curso del grado de Turismo en la UNED y alumna, además, de Dirección de Servicios en la Escuela de Hostelería. A ella el huracán covid y el reinado de las clases 'online' la pillaron en tercero de carrera «con matemáticas, contabilidad financiera y una optativa de banca, o sea, tres asignaturas de números, que es lo que se me atraganta». Encontró en su profesora de Academia Astur, Jessica Castaño, la calma y saber hacer que la ayudó a salir del atolladero, a superar las dificultades que plantea la enseñanza a través de una pantalla. «Sola no habría podido hacer nada», asegura. Al otro lado, Jessica incide en que, en cuanto se recuperaron las clases presenciales, todo el mundo quiso volver. La tecnología ayudó a salir del paso, «pero hay que seguir avanzando, porque hoy por hoy no estamos preparados para trabajar así», ahonda. Por no hablar de que «hay críos que no tienen ningún ordenador en casa. Y, si lo tienen, lo utilizan los padres para teletrabajar». Estudiantes a los que la emergencia sanitaria ha privado de meses de formación y por los que profesores como Jessica luchan.

Después de esta vendrán más. Pero seguirá habiendo mujeres dispuestas a hacerle frente. Por ellas y por los demás. Siempre ha sido así.

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