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Arte y catolicismo siempre han ido de la mano. Los fieles han visto cómo todo el relato de la Semana Santa se hacía pintura y escultura, cómo tomaba iglesias y museos, cómo se convertía en relieves, vidrieras, dibujos, grabados, lienzos y tablas. La Última Cena de Jesucristo ocupa lugar preminente y singular en la historia del arte. Esa estampa icónica que viaja al cenáculo de Jerusalén a un Jueves Santo de 2025 años atrás en el que Jesús se reunió con sus discípulos la han ejecutado los más grandes.
La maestría infinita de Leonardo Da Vinci es quizá el ejemplo más célebre presente en la memoria universal. Ese enorme mural que se halla en en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie de Milán, con su 8,8 metros de largo por 4,6 de altura, apabulla y epata a visitantes de todo el mundo. Desde finales del siglo XV se erige como una obra de arte absolutamente fundamental.
Pero no hace falta ir a Italia para disfrutar de últimas cenas maravillosas. El Museo del Prado atesora joyas como la que firma Juan de Juanes y que pintó entre 1555 y 1562 para el banco del retablo mayor de San Esteban, de Valencia, Su porte no iguala a la obra de Da Vinci, pero se aproximada a los dos metros ese óleo sobre tabla.
El Prado cuenta, además, con obras de Salvador Maella, Francesco Bassano, Luis Tristán, Bartolomé Carducho, Agostino Carracci y un buen número de anónimos. Del siglo XV al XVIII se suceden las recreaciones de la escena bíblica, que se hacen desde miradas dispares en cuanto a las composiciones, los momentos narrados a pincel o la manera de jugar con las luces.
Pero es que cualquier viaje por cualquier museo del mundo evoca esa escena convertida en una imagen universal y con firmas tan destacadas que van de Durero a Rembrandt. En España se conserva también una estampa firmada por Tiziano, un encargo de Felipe II para las salas capitulares del Real Monasterio del Escorial datada entre 1558 y 1564.
El viaje temporal es extenso e intenso y llega hasta tiempos muy cercanos y hasta Asturias, que conserva piezas tan destacadas como la del mural que se rehabilitó no hace mucho en San Nicolás de Bari, en Avilés, datado entre el siglo XIII y el XV y que se hallaba originalmente en la antigua sala capitular del antiguo convento de los franciscanos.
También se conserva en el Museo Casa Natal de Jovellanos de Gijón una última cena firmada por Manuel Rodríguez Lana, Marola, pintor gijonés nacido en 1905 y fallecido en 1986 que alcanza los dos metros de longitud. El legado efectuado por la viuda del pintor permitió incorporla a los fondos pictóricos municipales.
Es fruto de una donación la única obra que el Museo de Bellas Artes de Asturias documenta en torno a este pasaje. Se trata de una escultura realizada con madera, cobre y hierro de José María Navascués (1934-1979). Fue en 2023 cuando ingresó en el museo y se halla en los almacenes.
Queda en evidencia, con estas dos obras asturianas, que la fascinación por los hechos cristianos que conducen a Jueves Santo ha viajado en el tiempo y por todos los espacios con los creadores, siempre dispuestos a llevarla a su terreno. Y quizá otra de las obras más emblemáticas que conducen a Tierra Santa es la que Salvador Dalí firmó en 1955.
Retornamos con ese cuadro, que se halla en la Galería Nacional de Arte Washington, al principio, a ese mural de Da Vinci mítico que el genio catalán quiso versionar con su particular mirada surrealista en óleo sobre lienzo. El cenáculo es historia mayúscula del arte.
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